Homilía de la Clausura del Año de la fe
Sonsón, noviembre 21 de 2013
Muy querida comunidad diocesana:
Nos reunimos en esta catedral para celebrar a Cristo, y en Él, el don de la fe que hemos querido contemplar, agradecer, renovar este año. Tiempo en el cual se nos invitó a tomar conciencia de nuestra fe, a comprometernos con su crecimiento personal y comunitario y a redescubrir la belleza de creer.
Sin la fe no se entiende nada de la vida cristiana ni de la vida de la Iglesia. Sin la fe no se puede renovar la vida eclesial y personal de todos los católicos, sin la fe no se puede afrontar el reto urgente de la Nueva Evangelización.
Situación
El motivo que dio origen al Año de la Fe es la constatación de que “Hay una crisis de fe que afecta a muchas personas” (P.F. 2) y una pérdida de sentido religioso. Hay un debilitamiento de la fe. Nuestro cristianismo no es suficientemente activo porque no es suficientemente convencido. Por eso tantas personas se han alejado de la Iglesia y otras no se han interesado por ella.
¿A qué se debe que los cristianos, con una fuerza numérica mayoritaria, seamos frecuentemente tan poco eficaces, tengamos tan poco impacto?
Como cristianos afrontamos estos desafíos. En una sociedad secularizada y descristianizada ser creyente se convierte en un reto para vivir la santidad y anunciar el evangelio. Mientras más difíciles son los tiempos, mejor oportunidad para dar testimonio de nuestra adhesión a Jesús y a su proyecto.
Cómo no debe ser la fe
Ha sido un error presuponer que hay verdadera fe. Sobre esa base hemos querido construir estructuras pastorales, exigir comportamientos morales, promover todo tipo de celebraciones o esperado muchos frutos espirituales o apostólicos.
Tenemos que superar el espejismo del número: tantos cristianos. ¿Tienen la fe verdadera? Sí, hay muchos católicos que reciben los sacramentos y practican devociones, pero que no se han convertido a Jesucristo ni tienen un claro compromiso con la Iglesia; tenemos una serie de creencias, que a veces rayan con la superstición, y poco atañen a nuestra vida. La fe no se puede reducir a meras costumbres y tradiciones, a unas prácticas rituales o a determinados rezos y expresiones sentimentales. La fe en Jesús no es cumplir simplemente una serie de normas. Es una fe que en muchos no ha madurado, se ha quedado infantil, que no ha tocado el corazón ni determinado decididamente el modo de vivir. Ya había dicho santa Teresa “De devociones absurdas y santos amargados, líbranos Señor”.
Es una fe débil, sin adecuada formación doctrinal, que no supera la prueba del desgaste, del escándalo, de la confrontación, que se queda corta para dar razón de sí misma. “Así que no seamos niños caprichosos que se dejan llevar por cualquier viento de doctrina, engañados por esos hombres astutos que son maestros en conducir al error” (Ef. 4, 14).
Una fe fría, inmadura, pierde la fuerza de la misión. Y una Iglesia sin impulso apostólico se estanca. Si perdemos la identidad evangélica, los cristianos sobramos en la sociedad.
Centralidad de Jesucristo
Para renovar nuestra fe se nos ha invitado en este año a fijar nuestra mirada en Jesucristo “que inició y completa nuestra fe” (Heb. 12,2). La muerte y resurrección del Señor es el acontecimiento central de nuestra fe. Jesús es el centro de donde se irradia la acción de Dios. Hay que reconocer la obra de Dios en Jesús: en Él se hace palpable el amor y la cercanía del Señor.
“Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás”. Esto es lo que nos da seguridad y nos mueve a la conversión. “Pues dice la Escritura: quienquiera que ponga en Él su confianza no quedará defraudado… todo el que invoque el nombre del Señor se salvará”.
La fe no puede surgir de discursos y planeaciones, sino de abrirnos a Dios, que en Jesucristo nos ha revelado la verdad y la vida. Es un don, una luz que viene de lo alto, una gracia que nos permite conectar con el amor de Dios expresado en Jesucristo. La fe va siempre unida a la conversión: volver nuestros pasos, nuestras actitudes, nuestro corazón y todo nuestro ser al Señor.
Sólo tiene fe quien se adhiere al estilo de vida de Jesús (pobre, libre, sin pretensiones de poder, sin seguridades), quien se identifica con su vida y su mensaje.
La fe: encuentro, relación
El caso de Tomás es un ejemplo radiante de encuentro con el Resucitado. No fue un conocimiento intelectual sino existencial: lo encuentra personalmente a través de los signos de la pasión, de su amor, de su entrega. Jesús es el que propicia el encuentro: la fe es un don que proviene de su voluntad amorosa de que lo encontremos. Un encuentro que lo mueve, comprometiendo toda su vida, a hacer una de las más bellas confesiones de fe: “Señor mío y Dios mío”.
La fe es esencialmente relación. “Adulta y madura es la fe profundamente radicada en la amistad con Cristo” (Benedicto XVI). Ser discípulos misioneros de Jesucristo y buscar la vida “en Él” supone estar profundamente enraizado en Él, vivir una gran intimidad con Él.
Ser cristiano no es fruto de una idea, sino del encuentro con una persona viva: es el encuentro vivo, personal y real con Jesús.
Consecuencia de encontrarse con Jesús
El que acepta a Dios revelado en Jesucristo, consagra su vida a Él: se somete, se abandona, lo adora, se entrega. Ofrece la vida entera en un impulso de amor total. El impulso de amor hacia Dios se expresa en última instancia en una nueva manera de dirigirse a los hermanos, en el servicio alegre y gratuito a los demás.
Creer en Dios, es antes que nada, confiar en el amor de Dios que nos sostiene. Descubrir que no estamos solos en la vida, que somos amados, acogidos y perdonados por Dios, que somos portadores de un amor que nos desborda. Vivir la fe en Dios es saber afrontar las dificultades de la vida, el dolor, las frustraciones y el mal del mundo con ánimo y esperanza muy grandes.
Una fe valiente, convencida y madura es capaz de dar sentido y dinamizar a la vida y de ofrecer respuestas convincentes a cuantos están en búsqueda de Dios.
Es la fe la que toca la profundidad del ser, compromete el corazón y lo hace desbordar de amor. La fe da el coraje de combatir la oscuridad, la valentía de buscar la verdad y una nueva manera de ver la realidad. Con la fuerza de la fe somos capaces de ir contracorriente de todo aquello que no permite una vida plena, siendo testigos convencidos de los valores permanentes y duraderos del reino.
“El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro” (DA 146).
Jesús no quiere seguidores escondidos en sus ritos, devociones y doctrinas, sino seguidores capaces de transformar la vida.
El compromiso creyente (la provocación de la fe)
La renovación de la Iglesia “pasa a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes” (P.F. 5). Para que el hombre de hoy crea debemos hacerle visible y audible la fe.
La verdad que enseña el cristianismo impacta cuando vemos que ha transformado a alguien, a partir de su amistad con Cristo, en una persona más feliz, que ha encontrado sentido a la vida y que tiene en cuenta “todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, de elogiable, de virtuoso y de recomendable” (Flp. 4,8). La vida de un buen creyente es luminosa, impactante, sanamente envidiable. La existencia creyente es contagiosa, provocativa. Lo bueno, bello, justo, un ideal vivido con generosidad, siempre tiene un gran poder espiritual de atracción.
La fe sin la caridad no da fruto. Las obras de caridad son las que manifiestan la autenticidad y vitalidad de nuestra fe, pues “la fe sin obras está muerta” (Sant 2,17).
Es urgente que la fe se haga vida en el testimonio coherente y audaz de los cristianos, para que su luz ilumine y abrace a tantos que necesitan luz y calor.
La importancia de la palabra
Para la fe, lo primero es escuchar la Palabra del Señor que habla. Es la Palabra de Dios la que suscita la fe, la alimenta, la regenera. Es la Palabra de Dios la que toca los corazones, los convierte a Dios y a su lógica, que es distinta de la lógica del mundo. Enriquecernos de la Palabra de Dios, para que hablemos Palabra de Dios, edifiquemos según Dios, eduquemos con sabiduría y evangelicemos con la eficacia del Espíritu. Que esa “Palabra esté cerca de ti, en tu boca y en tu corazón”, guiando tu forma de pensar y de actuar.
Sí, la fe nos llega por la escucha de la Palabra. Acerquémonos a la escucha gozosa, activa y orante de la Sagrada Escritura para que conozcamos la verdad y la anunciemos. La escucha lleva a la obediencia. Es el ejemplo claro de Abraham, padre de la fe, que inmediatamente responde “Aquí estoy” cuando Dios lo llama, e inmediatamente obedece a la prueba que le pone Dios.
El año de la fe debe reforzar nuestro interés por la Lectio Divina, para saborear la Palabra, dejarse transformar por ella, quede grabada en el corazón en un constante aprendizaje y nos haga prontos a obedecerla.
La importancia de la comunidad
Es en la comunidad donde resuena el anuncio fundamental: “Hemos visto al señor”.
“Es en la vida comunitaria donde se profundiza y se desarrolla la vida cristiana” (A. 110). Somos discípulos misioneros en una comunidad concreta, pero cuando esa comunidad cristiana habla de Jesús, anuncia a Jesús, se apoya en Jesús, vive a Jesús.
En este Año de la Fe debimos redescubrir la llamada a vivir la dimensión comunitaria y eclesial de la fe. Muchos bautizados viven su fe en el individualismo y en el subjetivismo. Dios nos ha creado para la comunión. Creemos en la fe de la Iglesia y somos cristianos en la medida en que vivimos la comunión con Cristo y con la Iglesia. No se puede seguir a Cristo en solitario. Aquí hemos venido hoy precisamente a dar a nuestra fe personal esa necesaria dimensión: a profesarla y celebrarla comunitariamente.
Historia de nuestra fe (P.F. 13)
Tengamos como modelo de fe la contribución que hombres y mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida:
Por la fe, muchos en la historia de la salvación fueron capaces de vencer el mundo: a pesar de las dificultades, las burlas, las persecuciones y pruebas que tuvieron que soportar, estaban arraigados firmemente en Dios. Por la fe, María acogió la palabra de Dios; los apóstoles dejaron todo por seguir al maestro, fueron por el mundo entero, sin temor alguno, anunciando la resurrección; los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del evangelio. Muchos varones y mujeres han consagrado su vida por Cristo, dejando todo por vivir en la sencillez evangélica, la pobreza, la obediencia y la castidad.
Por la fe queremos empeñarnos en una conversión personal y pastoral.
Por la fe queremos realizar una nueva evangelización.
Por la fe confesamos la belleza de la fe en todos los ámbitos donde se desarrolla nuestra existencia.
Por la fe asumimos el compromiso de estar en “permanente estado de misión”.
Por la fe queremos salir a todas las periferias, a todas las personas, en todo momento y lugar.
Por la fe queremos vivir en comunidad.
Por la fe queremos comprometernos con acciones en favor de la paz y la justicia.
María, hoy presentada en el templo, la consagrada al Dios que la ha amado extraordinariamente, quien vivió la alegría de creer, ampare y sostenga nuestro camino diario a la luz de la fe.
Se acaba el Año de la Fe, pero la puerta de la fe permanece abierta y nos introduce en un camino que dura toda la vida. Terminamos el Año de la Fe pero no nuestro caminar en la fe. “Seguimos viviendo por la fe” (Rom 1,17), porque la fe es una realidad viva y dinámica que incluye toda la persona, un don que hay que acoger, cultivar y dejar crecer, desarrollarse, madurar y testimoniar cada día. Termina el Año de la Fe pero nuestra peregrinación en la fe continúa con la realidad tan profunda y hermosa de que Jesús está con nosotros y se queda con nosotros caminando.
Quedamos con dos convicciones:
-“No es en el hacer, sino en el creer lo que renueva a la Iglesia y nos renueva a nosotros” (Benedicto XVI).
-Este camino de fe, con certeza, es nuestra mayor alegría: “Dichosos los que han creído sin haber visto” (Jn. 20-29).
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo de Sonsón-Rionegro