Ciudadela de Jesús, La Ceja, octubre 12 de 2015
Lucas 11, 29-32
Que esta celebración culmine nuestro trabajo de todo el día, y nos aporte en la reflexión que hemos llevado.
Hemos hablado de conversión pastoral, pero que implica la conversión personal.
Nuestra conversión es acoger los signos de la presencia de Dios. Los signos de los tiempos, de nuestra realidad cambiante. A la que tenemos que responder hoy con nuestro Plan de Pastoral.
La lectura de hoy cita varias veces la palabra signo, señal. El signo es clave en la comunicación tanto con Dios como con los demás. Lo importante de los signos es que sepamos leerlos y acoger la realidad que ellos nos quieren revelar.
Los contemporáneos de Jesús se resisten a aceptar a Jesús como signo del Padre. Si piden signos es porque no quieren creer ni convertirse. Y a ellos los llama Jesús: “generación perversa”.
Cuando hablamos de “conversión pastoral”, es un llamado a descubrir el sentido de los signos, de las llamadas de Dios, que nos comprometen a una conversión. Y eso es lo que a veces no queremos hacer, lo que crea nuestras resistencias: por temor al cambio, por no desacomodarnos, o peor, porque ya no nos dice mucho Jesús. Consciente o inconscientemente podemos ser una “generación perversa”. Generación que pretende que Jesús se manifieste como profeta y mesías con maravillosos prodigios, que quiere presenciar en la comodidad de una butaca de espectadores. Es más fácil pedir milagros y “rarezas” espectaculares que nos deslumbren y nos eviten el esfuerzo de creer, que abrirnos al encuentro personal con una persona que nos exige y que con su presencia y su palabra nos cambia la vida… Es que Jesús ofrece salvación sólo a aquellos que se adhieren a Él en confianza y docilidad para aceptar lo que Él nos indique, nos pida.
El verdadero signo y milagro que hay que pedir es el de la conversión.
Somos “generación perversa”, si nos hacemos los bobos ante la novedad exigente del Evangelio. Posponemos la conversión para mañana y nos decimos “quieto en primera”.
¿Cuál es el signo de Jonás?
Es su predicación sobre un Dios misericordioso y clemente que se compadece y perdona. Jonás fue una señal para los ninivitas a través de su predicación, que los movió efectivamente a la penitencia y a la conversión.
El signo de Salomón es su sabiduría, que movió a la Reina del Sur a buscarla afanosamente ya estar dispuesta a escuchar.
El protagonista de este texto es Jesús. Él siempre es el centro del Evangelio, y el centro de la Iglesia. La inmensa dignidad de Jesús, a contraluz de Jonás y Salomón, es la grandeza de su Palabra, superior a la predicación profética de Jonás y a la sabiduría de Salomón. Aquí hay alguien más grande que Jonás, más grande que Salomón.
Mientras Salomón tiene el don de la sabiduría, Jesús es la sabiduría misma. Sabiduría que no se manifiesta en signos de poder, sino en la debilidad de la cruz (es por eso que permanece velada para los que pretenden signos). Es la sabiduría que el Padre esconde a los soberbios y revela a los pequeños y sencillos.
Jonás anunció la conversión y fue mediación de la misericordia de Dios para los de Nínive, casi contra su voluntad. Jesús en cambio lo ha hecho en la obediencia libre y amorosa al Padre y declarando gozosamente que “para esto ha venido”. Él mismo encarna la misericordia de Dios.
El signo que hay que descubrir en Jesús es que Él es quien pronuncia la Palabra de Dios, y a partir de la escucha de esta buena noticia emprender el camino de la conversión.
La escucha de la Palabra es también esencial a una Iglesia que pretende renovarse. “Toda la evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial” (E. G. 174).
Jesús es la señal de Dios para todos los hombres, y lo es de manera profunda en su misterio pascual: o lo acogemos con el interés de la Reina y con la prontitud de la conversión de los ninivitas, o nos cerramos como los israelitas, duros de corazón para acoger seriamente el mensaje de Jesús, siempre nuevo y exigente, siempre luminoso y liberador.
La dureza de corazón nos puede mantener presos de otras cosas que hemos considerado importantes, pero que realmente no son las más esenciales.
Una verdadera evangelización parte de acoger sinceramente a Jesús como el enviado del Padre y aceptar su Palabra de vida. Así nos convertimos en discípulos y en comunidades discipulares “signo” permanente de la presencia de Dios.
Aquí hay uno que es más que Salomón, uno que es más que Jonás. Por ello Él es el centro de la Iglesia y de su actividad misionera.
La crisis actual de la Iglesia, sus temoress y su falta de vigor espiritual tienen su origen a un nivel profundo: la resurrección de Jesús y su presencia en medio de nosotros es más una doctrina pensada y predicada que una experiencia vivida.
“Sin mí no pueden hacer nada”: sin Jesús la vida del discípulo es estéril. Ahí está la raíz de la crisis de nuestro cristianismo, el factor interno que resquebraja sus cimientos. La forma en que viven su fe muchos cristianos, sin una unión vital con Jesucristo, no subsistirá por mucho tiempo: quedará reducida a “floklor” anacrónico que no aporta a nadie la Buena Noticia del Evangelio. Se queda en conservar unas tradiciones que no son anuncio evangélico. Si no aprendemos a vivir de un contacto más inmediato y apasionado con Jesús, la decadencia de nuestro cristianismo se puede convertir en una enfermedad mortal, vamos a terminar en comunidades envejecidas sin ningún impacto.
Hay que acercarse a Jesús para descubrir en Él una fuente de vida nueva. Si no nos alimentamos de Él (Palabra de Vida y Pan de Vida) en nuestras comunidades, si no entramos en contacto con Jesús, seguiremos ignorando lo más esencial y definitivo del cristianismo. Por eso, nada hay pastoralmente más urgente que cuidar bien nuestra relación con Jesucristo.
Los cristianos debemos tener la convicción que la manera más auténtica de vivir como personas en plenitud es la que nace de una relación viva con Jesús. Es necesario creer que nuestra vida, vivida evangélicamente puede ser más plena, más libre y más gozosa. Eso es lo que podemos transmitir, como testigos enamorados y apasionados, al mundo de hoy. “La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (E.G. 14).
De ahí se deduce que “la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos” ( E.G. 264).
“Este es mi Hijo amado, escúchenlo”: en la Iglesia a veces tenemos miedo de escuchar a Jesús. Un miedo soterrado que nos paraliza para seguir con audacia y confianza los pasos de Jesús, nuestro único Señor. Tenemos miedo a la innovación, pero no al inmovilismo que nos está alejando cada vez más de los hombres y mujeres de hoy. Muchos piensan que lo mejor para hacer en estos tiempos de profundos cambios es conservar y repetir el pasado. ¿Será que tenemos miedo a poner en “odres nuevos” el “vino nuevo” del Evangelio? Tenemos miedo de unas celebraciones más vivas, creativas y expresivas de la fe de los creyentes de hoy, pero no nos preocupa el aburrimiento generalizado de tantos cristianos que se les dificulta sintonizar y vibrar con nuestras celebraciones. No nos de miedo escuchar lo que el Espíritu puede estar diciendo a nuestras Iglesias. No apaguemos el Espíritu en el pueblo de Dios que se manifiesta en el espíritu profético de religiosos y laicos.
La Virgen María, Nuestra Señora del Rosario de Arma, anime nuestro esfuerzo de fidelidad a la Palabra de Dios, que ella acogió en obediencia y alegría.
Que como ella, esa Palabra se encarne en nosotros para que la podamos entregar como fruto a todos los fieles de nuestra Diócesis.
Amén.