Catedral de Rionegro, 17 de marzo de 2016
Mis queridos hermanos en el Señor, pueblo de Dios representado en delegaciones de las parroquias de la Diócesis de Sonsón – Rionegro y ministros ordenados que constituyen nuestro presbiterio diocesano.
Comienzo por recordar lo que esta celebración significa. La Misa Crismal es la que celebra el Obispo en unión estrecha con todos sus sacerdotes y en la que se bendice el Santo Crisma y los santos óleos de los Catecúmenos y de los enfermos.
Aquí se cumple una recomendación del Vaticano II: que se aprecie la vida litúrgica diocesana en torno al Obispo, sobre todo en la iglesia catedral, porque la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y sus ministros (Cf. SC 41).
La palabra crisma significa unción. Con este aceite mezclado con perfume que se consagra hoy serán ungidos los nuevos bautizados y se signará a los que se confirman. También son ungidos los obispos y los sacerdotes en el día de su ordenación.
Con el óleo de los catecúmenos los bautizados se vigorizan, reciben la fuerza divina del Espíritu Santo, para que puedan renunciar al mal, antes de que renazcan de la fuente de la vida en el bautizo.
El óleo de los enfermos, remedia las dolencias de alma y cuerpo de los enfermos, para que puedan soportar y vencer con fortaleza el mal y conseguir el perdón de los pecados. El aceite simboliza el vigor y la fuerza del Espíritu Santo que vivifica y transforma nuestra enfermedad y nuestra muerte en sacrificio salvador como el de Jesús.
Esta solemne liturgia se ha convertido en ocasión para reunir a todo el presbiterio alrededor de su obispo y hacer de la celebración una fiesta del sacerdocio. Queridos sacerdotes, recordemos de buen agrado la unción que hemos recibido y renovemos las promesas sacerdotales, nuestro compromiso de difundir siempre y por todas partes el perfume de Cristo.
Nuestro punto de referencia único es Jesucristo, nuestro Sumo y Eterno Sacerdote y aprender de Él la misericordia. Apliquemos para nosotros el lema de este año santo de la misericordia: “sacerdotes misericordiosos como el Padre”.
Si tomamos el texto del Evangelio de Lucas, aprendemos en qué dirección empuja el Espíritu a Jesús; ese Espíritu que lo unge y anima su vida entera y lo dispone para una misión. Jesús nos señala la tarea a la que se siente enviado por Dios: comunicar liberación y esperanza, luz y gracia a los más pobres, los más necesitados, los más oprimidos y humillados.
Es significativo en este año de la Misericordia, para entender el querer de Dios y la misión de Jesús, una omisión consciente que hace Jesús del texto de Isaías, que aunque breve, se vuelve sustancial. No lee la última frase del texto: “el día de venganza de nuestro Dios”. Hace caso omiso de la ira de Dios contra aquellos que no pertenecen al pueblo de Israel. Eso quiere decir, que Jesús se siente ungido por Dios para predicar el año de gracia del Señor y no el día de su venganza. Vino a predicar la gracia, la liberación, la paz y la misericordia y no la ira y el castigo. El mensaje de Jesús es un mensaje de salvación, no de condena; de acogida al pecador, no de rechazo; de condena al pecado, no al pecador.
Por eso es buena noticia, un tiempo nuevo y definitivo (el año de gracia) que no excluye a nadie, y que por el contrario privilegia a los considerados que no ven (los paganos), a los pobres sociales, y a los que sufren cualquier esclavitud o persecución. Dios quiere que los últimos, los débiles, sean los primeros en conocer la vida digna, liberada y dichosa que el amor de Dios quiere para todos sus hijos e hijas. Se proclama una salvación universal: para judíos, para paganos, para ricos y pobres… para todos, aunque sean pecadores.
Miremos cómo cumplió su misión Cristo, en su sacerdocio único, como mediador entre Dios y los hombres: justificando a muchos, cargando los crímenes de todos. Para ser Sumo Sacerdote, Jesús debió asemejarse en todo a sus hermanos. Es el misterio de la encarnación, del abajamiento… Para ser un sacerdote capaz de compadecerse de nuestras flaquezas: sólo puede serlo quien las ha padecido en la propia persona, quien ha pasado las mismas pruebas y soportado los mismos sufrimientos. Por eso el sacerdocio de Jesús se amasa en la debilidad de nuestra existencia para conducirnos al Dios Padre.
Es la expresión más alta de la misericordia sacerdotal: un sentimiento totalmente empapado de humanidad, una compasión atravesada por el amor a los semejantes, un empeño de todo su ser con la miseria de los demás… Y es eso, su condición humana y la experiencia del sufrimiento, lo que explican su infinita compasión y lo que garantiza entre el sumo sacerdote Jesús y los hombres una relación tierna, de verdadera fraternidad y solidaridad, fuente de salvación.
Todo esto, queridos sacerdotes, para que dirijamos nuestra mirada a Jesús, el rostro de la misericordia y de la intimidad del Padre. Su camino es nuestro camino, su misión es nuestra misión.
Como ministros, nos toca mantener vivo el mensaje de la misericordia. Nos toca comunicar el amor incondicional, compasivo y tierno de Jesús que llamamos misericordia.
La esencia del ser y del actuar de Jesús es la compasión y la misericordia. Jesús es misericordia viva. En toda su persona y sus acciones muestra cómo es Dios, cómo actúa Dios, cómo siente Dios. No es una enseñanza teórica, sino encarnada en sus palabras, en sus actitudes, en su manera de tratar a las personas, de mirarlas, de escucharlas, en su forma de vivir y de entregar su vida por todos.
Renovar nuestros compromisos sacerdotales nos invita a repensar nuestra identificación con el Señor (en la Ordenación hemos sido configurados con Él). Adentrarnos en su corazón donde vibra el corazón de Dios por sus hijos en aflicción; en ese corazón que tiene una actitud interior de compasión cuando ve a las gentes “cansadas y agobiadas”. Jesús tiene las “vísceras de Dios”, una actitud de profunda bondad, como el amor visceral de una madre, que abarca una serie de sentimientos como la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión… Una disposición a perdón.
La ternura es un aprecio por lo débil y pequeño. Dios ha dado a conocer sus cosas a los sencillos, no a los sabios y entendidos. Lo pequeño y los pequeños tienen esencia evangélica; las personas pobres y los medios humildes tienen una afinidad intrínseca con el Reino de los cielos. Dios ha escogido lo pobre, lo humilde, lo necio de este mundo para confundir a los grandes, a los sabios y poderosos. Un Dios que ama no puede olvidarse de los pequeños. Un Dios que es Padre tiene predilección sobre sus hijos más débiles e indefensos. Un Dios con “entrañas de misericordia” ama con la ternura de madre a los más pequeños y necesitados.
Nosotros somos sacerdotes, que tenemos que estar cerca de Dios y también muy cerca de los hombres y sus miserias. Como Cristo capaces de sentir compasión por nuestros hermanos y una entrañable capacidad de comprensión.
Ser sacerdotes misericordiosos siempre, en todo y con todos: en la predicación, en la manera de celebrar, en los gestos, en los signos, en la disposición de acogida y de escucha, en la forma de relacionarnos, en las opciones pastorales, en las obras de misericordia.
Un criterio pastoral que nos recalca el Papa Francisco, en relación con la misericordia, es la cercanía, la proximidad, la empatía. Ser próximo. Siempre dispuestos a establecer contacto, a eliminar distancias, a propiciar acercamientos. Proximidad física que favorece el conocimiento: ¿Conocemos las heridas, las dificultades, las angustias y necesidades de nuestros feligreses? A un buen pastor no le debe ser extraño o desconocido nada de lo que pasa y se vive en su comunidad.
Proximidad física y conocimiento que lleve a una proximidad afectiva, que nos involucre. ¿Nos conmovemos por las situaciones de nuestra gente? ¿Se nos conmueven las entrañas, como padres que somos, ante la realidad sufriente de las personas?
No podemos ser fríos y distantes. No nos ordenamos para encerrarnos y para que no nos molesten. Un corazón misericordioso no pone límites, ni horarios.
No podemos dejarnos llevar por una cultura que sólo reconoce y exalta a los triunfadores, a los grandes y poderosos. Una cultura del éxito que todo lo mide por resultados, por efectividad y utilidad. Un corazón misericordioso, desde el espíritu de Jesús, opta por el amor a los frágiles, los débiles, los pequeños, a los aparentemente inútiles y desechables.
También el Papa nos habla del “sufrimiento pastoral”: es lo que siente un pastor que sufre “para y con las personas”, semejante al sentir de un padre o una madre por sus hijos. Es el pastor al que se le arruga el corazón con las situaciones difíciles de las personas a su cargo; que le preocupa hondamente la falta de salvación en miembros de su comunidad; que está inquieto (“no se halla”) ante el alejamiento de algunos. Y es el pastor, que lleva a la oración todas estas situaciones, se apersona de las heridas de su pueblo y las hace intercesión acuciante ante el Padre.
Queridos sacerdotes, aceptemos la concepción de la Iglesia como “hospital de campaña” (Francisco). Desde esta perspectiva la misericordia significa “curar heridas”. Tantas heridas físicas y morales que requieren la atención, la escucha, la caricia de sus pastores. Y seamos de verdad “buenos samaritanos”, de conmoción interior y de acción exterior, concreta y eficaz.
Pidamos al Señor que nos libre del legalismo, de la rigidez de la ley, de predicar el castigo y el temor. Pidamos ser beneficiarios del abrazo misericordioso del Padre para poder también abrazar en su nombre. Y que el Señor nos conceda la pedagogía de la paciencia, de la clemencia, y nos llene de benignidad, de calidez, de cercanía, de respeto, de ternura, de coherencia y de alegría.
A Santa María, Madre de Misericordia, le confiamos el ministerio que hemos recibido por gracia de Dios y que hoy vamos a renovar, para que lo llene de su amor materno.
Amén.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo de Sonsón – Rionegro