Comienza un nuevo año académico…, tiempo propicio para reflexionar: ¿Se puede ofrecer una educación en el marco de una fe implicada con la dignidad humana?
Pbro. Oscar David Maya Montoya
La Iglesia, en su papel de ser educadora, ha comprendido desde siempre que su apostolado en el ámbito educativo ha de ser un medio o un vehículo, que tenga su brújula bien orientada al Norte de la evangelización, es decir, a la extensión del Reino, que no es otra cosa que la promoción de la dignidad humana iluminada por los principios ineludibles de la fe y la justicia. Para comprender mejor este horizonte de sentido, es preciso comenzar cristalizando nuestras nociones de fe y de dignidad humana, para luego evidenciar a qué nos referimos cuando hablamos de una educación para el reconocimiento de la dignidad humana.
La fe, sin ponernos en el lugar doctrinal, sino en el experiencial, podríamos valorarla como una experiencia fundante: el sentir y gustar a Dios operando en lo más profundo del ser humano, es decir, actuando por su gratitud por medio de la libertad humana, en la toma de decisiones y acciones que afectan la historia y las disposiciones éticas de las personas, sus familias y sus comunidades. La fe a la cual nos referimos, es una fe que se podría comprender encarnada y que lanza al ser humano a la acción dándole sentido a su existencia. De esta manera se constituye, esta fe, en un cimiento ético que demanda poner al hombre y a la mujer en el centro de los intereses, lo que supone vivir en función del SER y no del TENER ni del PODER.
Ahora bien, respecto de la dignidad, se puede entender como una condición básica del ser humano, que no necesita de una petición previa para fundamentarse, puesto que su único fundamento posible es teológico: el amor de Dios por sus criaturas, más allá de la moralidad de nuestras acciones. La dignidad, de esta manera, se puede entender entonces como la raíz de la posibilidad de reconocernos y valorarnos en medio de la pluralidad y con nuestras diferencias, al tiempo que, reconociendo y valorando al otro, exaltamos nuestra propia dignidad. De esta manera, el reconocimiento de la dignidad se convierte en el aspecto fundante de la sociedad, puesto que la valoración y el reconocimiento de los otros, como sujetos dignos e interlocutores válidos, se traduce en el respeto y defensa de los derechos humanos. Es así como el reconocimiento de la dignidad humana es el punto de partida para alcanzar la reconciliación y la paz.
En este orden de ideas, educar para la dignidad será entonces educar para la toma de conciencia de ese absoluto del respeto y, en esta medida, el propósito de la educación en la Iglesia será la construcción de un nuevo sujeto social, lo que conlleva una apuesta por una forma de ser hombre y mujer en comunidad conforme con el respeto de los derechos humanos.
Según lo anterior, podríamos preguntarnos entonces: ¿Se pueden disponer las prácticas educativas para formar a los estudiantes en el reconocimiento de la dignidad humana, como expresión de su fe? Observemos, brevemente, algunos aspectos que a mi humilde juicio se deberían considerar para tratar de ofrecer una respuesta a este interrogante. En primer lugar, el elemento evangelizador de la institución educativa, ha de ordenar todo en función de la consolidación de una fe encarnada, que no aparte a los estudiantes de las realidades del mundo para introducirlos en el ámbito “lo sagrado”, sino por el contrario, que les enseñe a descubrir a Dios en todas las cosas y a vivir su vínculo con el misterio divino en la relación con los demás, principalmente en relaciones de cuidado con los más desprotegidos de la sociedad. Esta manera de vivir, de la contemplación en la acción, que permite entrar en contacto con el Dios que actúa en cada uno, en la relación con el otro y en la historia, es una de las vías más propicias para llegar a percibir la magnitud y la profundidad del misterio que es el ser humano, de la radical prohibición de disponer de él como de un medio y del llamado esencial a ponerse al servicio de su crecimiento.
En un segundo lugar, debe robustecer la formación humanística, como aprendizaje de la apertura a la alteridad, es decir, apertura a considerar diferentes puntos de vista, a comprender mejor la posición del otro y el trasfondo de sus ideas y sentimientos, capacitándonos para imaginar con compasión las dificultades del prójimo. Las humanidades en verdad nos pueden ayudar a superar nuestro “egocentrismo” porque nos ayudan a captar la conciencia de la densidad del otro, nos alertan sobre la amplitud de su horizonte (siempre diferente del nuestro) y nos develan la necesidad de vivir en actitud permanentemente dialógica. Obviamente, la formación humanística no debe desligarse de una consistente formación del espíritu científico en tanto medio cualificado de apertura al mundo y estímulo del rigor intelectual y de la coherencia entre el pensamiento y la acción. La exigencia de una mente científica, dispuesta con la sensibilidad y la profundidad del humanismo, seguro potenciará la comprensión crítica de la realidad y conducirá a la denuncia de las formas de exclusión e inequidad que amenazan la dignidad humana.
En conclusión, es definitivo que en la Institución educativa se tenga experiencia de la vida democrática, lo que implica la posibilidad de participar en la toma de decisiones, discutir con los demás, poner en el crisol de la deliberación los propios intereses e incluso las necesidades, reconocer en el otro a un interlocutor válido sabiéndose reconocido igualmente por él y, sobre todo, cimentar, por medio de ese cuidado de la democracia, un ámbito en el que se respeten los derechos humanos, se viva acorde al derecho y se corrijan las injusticias e inequidades una vez manifiestas.
De esta manera, para formar en el reconocimiento de la dignidad, las universidades y colegios confiados a la Iglesia, deben ser un espacio de reciprocidad regulado del joven o del niño con el mundo social, con la realidad humana que lo rodea, sobre todo, con los sufrimientos y las alegrías de los otros, a quienes se puede reconocer realmente como iguales –como prójimos–. Pero, esta experiencia del encuentro con el otro y con su realidad exige la reflexión para ser completa. El ejercicio crítico y conceptual de la reflexión amplía la comprensión de las situaciones, permite comprender la riqueza que el otro nos puede aportar, evidencia las estructuras de injusticia que se ocultan tras la aparente normalidad de los fenómenos sociales y conduce al planteamiento de acciones transformadoras. Dicha dinámica de apertura reflexiva al contexto que converge en el compromiso con la dignificación del otro es el núcleo de la educación que debe ofrecerse en toda institución educativa a cargo de la Iglesia. Por esta razón, el compromiso con la dignidad humana no es un valor agregado a la oferta educativa ni una opción de algunas instituciones, sino el eje fundamental de la educación en la Iglesia, donde se asocian la misión de anunciar el Evangelio y el cuidado de este planeta azul que es nuestra casa común.
Publicado en el periódico Vida Diocesana 185 – Febrero de 2017