Formar presbíteros para el siglo XXI
Por: Iván Cadavid Ospina, pbro.
Rector del Seminario Nacional Cristo Sacerdote
Artículo Publicado en el Periódico Vida Diocesana 158
Jesús escogió un grupo de doce hombres tomados del pueblo común y sencillo, sin pretensiones de grandeza, riqueza o poder, y los formó pacientemente a lo largo de varios años de convivencia. Los evangelios nos traen la lista de esos doce elegidos para estar con Jesús y para ser enviados luego al mundo. Esos hombres, encabezados por Pedro el pescador de Tiberíades, además de la doctrina de Jesús, aprendieron un modo de vida, una actitud, asumieron unos valores y estuvieron prestos a seguir sus indicaciones. Ya durante el tiempo de la vida pública de Jesús, fueron enviados a alguna experiencia misionera, de dos en dos, después de la cual se reunieron para evaluar y descansar un poco. Esos doce participaron de la cena de despedida que hizo Jesús con ellos antes de padecer y en la que se instituyó el memorial de la Pascua que es la eucaristía. En la noche en que Jesús fue apresado, huyeron, se dispersaron y se mantuvieron escondidos ante el inminente peligro que para ellos representaba la condena a muerte de su Maestro. Congregados de nuevo, después de la resurrección, recibieron el Espíritu Santo y salieron por el mundo a predicar a Jesucristo, a hacer discípulos, a enseñarles el nuevo modo de vida originado en el encuentro con el Señor.
Este recuerdo del grupo de los doce nos sirve de preámbulo para el tema que nos ocupa. La Iglesia sigue hoy, después de 20 siglos de historia, formando los ministros o servidores del evangelio mediante un programa que se ha institucionalizado desde el siglo XIV en los llamados “seminarios”, semilleros o cultivos vocacionales. Hoy seguimos formando pastores al estilo de Jesús. No es una tarea fácil. Los tiempos que corren hacen más ardua la formación. Por una parte, han disminuido en el mundo los que están dispuestos a asumir el ministerio sagrado, y, por otro lado, los candidatos proceden de medios familiares y sociales más complejos: familias incompletas, medios sociales conflictivos, colegios con escaso nivel educativo, desconocimiento casi total de la doctrina cristiana. El trabajo con los vocacionados se hace, por lo tanto, más difícil. Es verdad que se han aumentado los años de formación (de 5 inicialmente se ha pasado hasta 9 o 10) buscando una mayor solidez en el proceso. Muchos seminarios albergan jóvenes de escasos 16 años que culminarán demasiado pronto su proceso, y cuya madurez humana deja aún mucho que desear.
Un aspecto importante en la formación es que debe ser muy personalizada. Cada aspirante trae una historia, un pasado, unos condicionamientos, unos vacíos y tal vez unas intenciones no tan rectas que es necesario descubrir y encauzar. El papa Francisco ha dicho que hoy se requiere una “formación artesanal”, uno a uno, no en serie, con especial esmero y dedicación como lo deben hacer los artesanos con las obras salidas de sus manos. Esto requiere, claro está, un mayor número, preparación y buena disposición de formadores, lo cual no siempre es posible ni se logra en todas partes. Nuestra Diócesis tiene en sus manos la responsabilidad de la formación de varios cientos de candidatos al sacerdocio en varios seminarios. Un crecido número (cerca de 40) nos dedicamos a este servicio eclesial, que como hemos dicho, no es fácil.
La formación que hoy se requiere debe ser muy integral si queremos formar pastores para el mundo actual: sólida espiritualmente, con madurez humana, liderazgo y amplitud de relaciones, clara y universal desde el conocimiento, con una variada y bien fundamentada formación y práctica pastoral para que, de frente al mundo, se preparen para el desafío que les espera. Además, esta tarea no debe dejarse solo al seminario, todos deberíamos estar comprometidos en la formación de los pastores que se necesitarán en el futuro: las familias, las parroquias, la diócesis, el obispo, el presbiterio… El anuncio del evangelio en el mañana próximo depende de un esfuerzo mancomunado y bien estructurado de todos. Apoyar la obra de las vocaciones, trabajar intensamente en la siembra vocacional, ofrecer los medios para acceder a una buena formación, acompañar el proceso hasta y después de la ordenación sacerdotal, es un deber de todos en la Iglesia si queremos que Jesucristo siga siendo anunciado, conocido, amado y servido en el mañana, y las futuras generaciones puedan encontrar guías y orientadores en la búsqueda de un mundo mejor según el corazón de Dios.