Asamblea Diocesana de Pastoral
Ciudadela de Jesús, octubre 15 de 2018
Lucas 11, 29-32
Muy queridos hermanos y hermanas en el Señor.
Demos gracias por esta Asamblea Diocesana de Pastoral, que nos reúne para avanzar en una nueva etapa de nuestro Plan Pastoral; y pidamos al Espíritu Santo, artífice de toda renovación en la Iglesia, que guíe nuestro caminar común para ser esa “Iglesia renovada, con el Evangelio, fuerza de Dios” en su fe y en sus itinerarios de evangelización.
Tomemos los elementos, que, para este objetivo, nos ofrecen las lecturas de la liturgia de este día.
“Generación malvada”, es una expresión de Jesús para reclamar la falta de fe de sus contemporáneos. Malvada, porque pide signos, señales. A Jesús no le gusta que le pidan signos y milagros, porque es un signo de una fe deficiente que quiere retar a Dios.
Signo de Jonás:
Jesús se aplica el signo de Jonás, y contra su generación coloca el testimonio de los ninivitas. Ellos era un pueblo pagano que no tenía razones para aceptar la fe.
Jonás se resiste ir a predicar a Nínive. Pero por la sola predicación de Jonás, un profeta indigno, la ciudad se convierte. Por su sola palabra, sin hacer ningún milagro, los ninivitas creyeron; hacen penitencia, hombres y animales, solidarios tanto en el pecado como en la restauración… Y obtienen el perdón de Dios.
El signo de Jonás es su propia persona, sin milagros, sin “efectos especiales”, apoyado sólo en la palabra de Dios.
Mientras que Jesús, que es “uno más que Jonás”, con una predicación más convincente que la de Jonás, que además ha hecho signos sorprendentes, señales de la presencia del Reino, del nuevo tiempo, no le acaban de creer. Y eso que eran judíos, el pueblo de la promesa.
Los paganos si supieron reconocer la voz de Dios en los signos se los tiempos. Y los del pueblo elegido, no. “Vino a los suyos, y los suyos no lo reconocieron”.
Signo de la reina de Saba:
Ella, como reina, no necesitaba de nada. Sin embargo, se tomó la molestia de viajar desde muy lejos para escuchar la sabiduría de Salomón. Y se convirtió. Y los cercanos, no quisieron escuchar a Jesús, que es “uno más que Salomón”.
Jesús se queja de la falta de fe de sus contemporáneos, que no supieron reconocer en su presencia la actuación definitiva de Dios.
Jesús está seguro que las señales milagrosas que le piden no suscitan la fe; lo que hacen es generar una curiosidad que no es sana (perversa), ajena al proyecto de Dios sobre la humanidad.
El mundo nos acostumbra a la inmediatez y a la ley del menor esfuerzo; por eso nos cuesta tanto seguir el camino de Jesús y en ocasiones preferimos buscar respuestas mágicas a nuestras dificultades.
Vivimos una sociedad de los “seguros” (de vida, de casa, de carro, de salud; diferentes clases de pólizas…). Y también queremos pretender que Dios sea un “seguro” para todos nuestros asuntos.
Hay que distinguir a los creyentes de los crédulos y los incrédulos que piden signos a Dios. Los verdaderos creyentes no piden signos de Dios. Los que necesitan signos es porque no han llegado a una fe madura de relación personal con Dios.
Los crédulos son personas “mistéricas” que tienden a ver “rarezas” por todas partes. Son ávidos, devorados por la curiosidad, de todo evento que sacie su anhelo de espectacularidad.
Los incrédulos son personas “racionales”, que piensan que todo tiene explicación científica.
A este tipo de personas, el Señor los llama “gente perversa”, “raza de víboras”, porque tienen un corazón endurecido y no han convertido su corazón al Dios vivo. Un corazón cerrado jamás podrá reconocer las señales que llevan a la fe.
Los tiempos parece que cambian poco. Nuestra generación también quiere ver milagros, signos maravillosos, prodigios asombrosos, acontecimientos sobrenaturales, para creer.
Los judíos se distinguían por pedir milagros, mientras que los griegos buscaban sabiduría (Cf. 1Cor 1,22). Nuestra generación es lo mismo, insaciable en su afán de cosas espectaculares y sensacionales, apariciones y revelaciones.
Caemos en la tentación de atar nuestra fe a la realización de signos extraordinarios y espectaculares por parte de Dios. Es todo un chantaje a Dios.
Pero lo peor, es que nosotros mismos (sacerdotes y también laicos) patrocinamos esto: ofrecer a la gente donde saciar su afán de milagros; explotamos su credulidad, su inseguridad. Explotamos a los que buscan una voz misteriosa, un signo milagroso, revelaciones especiales. Manipulamos la conciencia de los creyentes con milagros ambientados en espectáculos casi teatrales. Buscamos “efectos especiales”: endulzar, aparentar, gritar, gesticular, maromear…
Con esto no evangelizamos, por el contrario, deformamos la fe. Alimentamos una fe mágica, inmadura, sin trascendencia en la vida personal y social.
Centro de nuestra fe:
Este texto de San Lucas nos invita a dar un paso en la madurez de la fe y a vivir una fe viva y eficaz que tiene a Cristo como centro.
Jesús quiere que creamos en Él por su Palabra, como enviado de Dios y no por sus obras maravillosas, aunque las hizo. Siempre huyó, cuando por sus obras milagrosas querían hacerlo rey.
La gran señal es el Hijo de Dios que habita en medio de nosotros; su persona, su palabra. Él es la Palabra definitiva de Dios. Nos debe bastar Cristo (el Verbo). Dios no tiene otra Palabra que Jesús (no necesitamos más revelaciones). Los verdaderos discípulos son los que “escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”.
No recibiremos un signo mayor que la Cruz y la Resurrección de nuestro Señor. En el misterio pascual se concentra todo lo que necesitamos para recibir la plenitud de una vida nueva.
La Palabra misma de Jesús es el único argumento para convencernos. Su invitación es “conviértete y cree en el Evangelio”, “sígueme”, “vayan”.
La predicación y la sabiduría de Jesús tienen sobrada fuerza para cambiar nuestro corazón con más energía y credibilidad que cualquier transformación cósmica, por espectacular que sea.
La verdadera conversión no nos llega por contemplar milagros fantásticos, sino por una auténtica y convencida adhesión al proyecto de vida que Jesús revela en su mensaje.
En resumidas cuentas, es la primera actitud que el Papa nos pidió en la Eucaristía celebrada en Medellín: “Ir a lo esencial”, nuestro discipulado debe partir de “una viva experiencia de Dios y de su amor… es la experiencia de la presencia amigable, viva y operante del Señor, un permanente aprendizaje por medio de la escucha de su Palabra”.
La fe no excluye orar a Dios y pedirle de acuerdo a nuestras necesidades. El Señor ha dicho que lo que pidamos con fe se nos concederá. Una magnífica oración siempre será: “Creo Señor, pero aumenta mi fe”.
Las acciones de Jesús, sus milagros y signos requieren de los creyentes una dimensión de fe libre de cualquier espectáculo. Es nuestro interior el que debe abrirse al Señor y no la demostración divina de hechos maravillosos, que finalmente no nos convencerán: “aunque resucitara un muerto, no creerían”. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Nuestro corazón debe estar abierto, suficientemente dispuesto a recibir, a escuchar la Palabra de Dios y a que ella produzca un efecto de conversión en nosotros.
Es la fe la que nos permite contemplar el milagro que se realiza en todo momento ante nuestros ojos. La que nos hace descubrir la presencia bondadosa de Dios en nuestra historia; la que nos hace ver la realidad con la mirada de Dios.
¿En qué centramos nuestro trabajo evangelizador?
¿En la convicción de la Palabra de Dios que predicamos, o en unas actuaciones de circo para atraer la gente?
El verdadero milagro: se da cuando el mensaje de salvación transforma el rumbo de la vida de los seres humanos. La meta de la evangelización es llegar al corazón del hombre.
Lo que importa es llevar a la gente a una verdadera conversión de vida, por una opción clara por Jesús.
El testimonio nuestro: ser signos evangelizadores (que conduzcan a Dios).
Nuestro seguimiento de Jesús debe manifestarse en signos de fraternidad, de respeto, de perdón, de amor bondadoso. El signo de los seguidores de Jesús es el del amor mutuo, comprometido con hacer de este mundo un lugar mejor para todos.
El Señor reclama como esencial, para que el mundo crea, nuestra unidad. Signo inequívoco e indispensable para ser evangelizadores: la unidad.
Seamos nosotros “señales” de Jesús para decir a nuestro mundo una palabra de esperanza y de consuelo. Es muy cómodo pedir a Dios que se manifieste para que la gente crea; quedarnos enredados en lo superficial y secundario y no ir a lo esencial. No busquemos facilismos que nos dispensen de hacer la tarea ardua de evangelizar: salir y buscar a todos; recrear los métodos de evangelización; desinstalarnos de seguridades ya poco eficaces; anunciar y predicar con convicción, con ardor, con alegría.
Así podremos superar lo que el Papa Francisco ha llamado el “síndrome de Jonás” que consiste en “huir” de la misión; pensar que esa gente pecadora no merece ni el intento de ofrecerles la salvación. Este síndrome lo tienen aquellos que no tienen celo por la conversión de la gente, porque se creen de forma farisea e hipócrita, perfectos y santos.
Santa Teresa de Jesús, cuya memoria celebramos, sea el mejor ejemplo de los que encuentran a Jesús en su Palabra, y quedan capacitados para emprender una verdadera renovación de la vida cristiana. Ella fue una “reformadora” oportuna del Carmelo y de la Iglesia.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón-Rionegro
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