Asamblea de Oración por los Enfermos
La Ceja, agosto 23-2018
Hechos 3, 12-20; Juan 4, 43-53
Muy queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridos sacerdotes que hacen su mes de renovación sacerdotal y sacerdotes que culminan su retiro espiritual. Querida asamblea que se reúne año tras año para esta celebración de la fe y de oración por los enfermos.
Y todos ustedes que nos siguen a través de los medios de comunicación, a Mundo Más que origina para todos los canales comunitarios y a Sin Igual Stereo que origina para todas las emisoras de Asenred.
Hoy tenemos la más grata compañía: la imagen peregrina de Nuestra Señora de Fátima, que visita nuestra Diócesis.
Sabemos que nadie, mejor que ella, nos acerca a la misma fuente de la Vida, Jesucristo, fuente incesante de vida nueva y santidad.
Acojamos su mensaje, siempre actual -porque es el núcleo del Evangelio- que invita a la urgencia de la conversión y la penitencia.
Consagrémonos a su corazón Inmaculado y digámosle con confianza: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
“Si no ven signos y prodigios, son incapaces de creer”, es el reproche que hace Jesús al funcionario real, que le pide que atienda a su hijo enfermo.
Es también el reclamo que el Señor puede hacernos a todos nosotros que hemos venido hoy a buscarlo. Y sea el momento de dejar que el mismo Señor nos ayude a purificar nuestra fe.
Para este funcionario, era indispensable la presencia de Jesús para que su hijo pudiera ser curado. Quería que Jesús lo acompañara hasta su casa y verlo en acción, curando.
Pedir señales, milagros, a Jesús es someterlo a prueba (que demuestre que es el Mesías). No podemos condicionar nuestra fe a acciones extraordinarias, que retan el poder de Dios. No pretendamos someter a Dios a “nuestros” criterios y necesidades; no pretendamos chantajearlo.
Lo que esto manifiesta, mínimo, es una fe pobre e interesada, que no entraña ninguna señal de conversión.
A este tipo de personas, que buscan espectáculo y emociones, Jesús las denominó “generación “malvada y perversa”, “malvada y adúltera” (Mt 12,39; Lc 11,29). Pide un signo, pero no se le dará sino el signo de Jonás: Jesús responde anunciando el misterio de su muerte y resurrección. Su resurrección gloriosa al tercer día es la prueba decisiva del carácter divino de su persona, misión y doctrina.
Podemos afirmar: Jesús no cree en quienes necesitan ver un milagro para creer.
Esta respuesta de Jesús, que es dura, sí constituye un reclamo para sacudir, pero se convierte en una invitación a dar un paso mayor en la fe del funcionario (y de nosotros), es decir, abrirse al misterio de Jesús.
Jesús pone a este hombre en la prueba de la fe, lo lleva hasta el límite. A este hombre encumbrado, que tenía una alta posición, lo pone en condición de siervo, en condición de obediencia hasta aceptar la palabra de Jesús y creer en ella.
¿Qué es lo que le interesa más a Dios de nosotros? ¡Nuestra fe! le interesa más nuestra fe que nuestra salud física o nuestro bienestar emocional. Su lógica es “busca primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás vendrá por añadidura”. Dios quiere tocar con sus manos nuestras almas más que nuestros cuerpos.
“Regresa a tu casa, tu hijo ya está bien”. Jesús no hace promesas; concede la gracia como una realidad presente. Basta con pronunciar su palabra creadora; es el Señor de la vida, pero no sólo de la vida física, sino sobre todo de la vida eterna.
No fue necesaria su presencia en la casa para realizar el signo, bastó el poder de su Palabra. ¿Se dan cuenta? La sencillez y serenidad con la que actúa el Señor. Él siempre rechazó el espectáculo. Jesús no hace aspavientos, no magnifica su acción, no resalta su protagonismo, no toca “bombos y platillos”. Actúa a distancia y su palabra llega a todo lugar. No tiene necesidad de gritar, de hacer bulla, ni de manosear. (Esto lo digo porque hay algunos que hacen ruido, ponen de centro su propia persona, se hacen sentir y tocan y cobran más de la cuenta. Contrasta con la posición de Pedro: ¿Por qué nos miran como si nosotros lo hubiéramos hecho caminar por nuestro propio poder o virtud?).
En la carta pastoral de los Obispos de Antioquia-Chocó, denunciábamos los “preocupantes tintes de magia, actitudes supersticiosas o espectáculo, así como no pocos rastros de simonía” e invitábamos a evitar el histerismo, la artificialidad, la teatralidad, el sensacionalismo. A no explotar la emotividad y a no hacer negocio con el sufrimiento de la gente.
Este hombre pagano, tuvo mayor fe que los judíos y seguro, mayor fe que muchos de nosotros católicos. Se hizo dócil a las palabras del Señor y confiado emprendió el camino de regreso a su casa.
Creyó, sin verificar, sin pruebas, sin ver ninguna señal, ningún prodigio. Pasa de la fe en el poder de Jesús de curar, a la fe en la persona misma de Jesús, que es capaz de dar vida en abundancia.
Una fe que se ratificó cuando sus criados le avisaron que “su hijo ya estaba bien”, que se profundizó y que se hizo extensiva a toda su familia.
Se realizó el milagro de la fe: creer sin otra garantía que la sola Palabra de Jesús. San Juan también hace esta bienaventuranza: “Dichosos los que han creído sin haber visto” (Jn 20, 29).
Maravillosamente San Juan Crisóstomo resume lo sucedido: “Curó al padre enfermo en el espíritu y al hijo enfermo en su cuerpo”.
Jesús quiere sanarnos en el espíritu. Él tiene sed de nuestra fe, porque sabe muy bien que la salud de nuestro cuerpo o la tranquilidad de una vida sin problemas no es algo con lo que podamos contar permanentemente. Jesús no nos engaña y no nos ofrece una “religión del bienestar”.
“En otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de “espiritualidad de bienestar” sin comunidad, por una “teología de la prosperidad” sin compromisos fraternos…” (E.G. 90). Vivimos en una sociedad que da culto a la eficiencia, al estado pletórico de salud, a la seguridad en todo, al éxito… y pretende desconocer la realidad humana donde está presente la cruz. “De eso tan bueno no dan tanto”, es un dicho válido para los que pretenden que todo sea “casa, beca y carro”, “salud, dinero y amor”. Esa no es la realidad permanente y fácil de la vida humana.
A los que lo buscaban después de la multiplicación de los panes, Jesús les encara: “ustedes me buscan porque comieron pan hasta saciarse”. Así, ¡muy bueno todo!: gratis y sin ningún esfuerzo. Jesús quiere purificar la intención egoísta de quienes lo siguen. A Jesús no lo podemos seguir como un “milagrero populista”, un vendedor de ensueños o un encantador de serpientes, el “Dios bombero” que apagará todo incendio y hará desaparecer por arte de magia cualquier problema, tristeza, enfermedad o dolor. Él nos invita a reconocerlo como el enviado del Padre a anunciar el Evangelio, alimento verdadero de Vida, como nuestro único Salvador.
Es iluminador un texto del beato Pablo VI: “Sucede que aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria. El cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común… no camina a tientas… en el anuncio gozoso de la resurrección, las penas del hombre quedan transfiguradas… y en la victoria del crucificado se esclarecen las tinieblas del alma” (Gaudete in Domino, Nro 28).
La enfermedad, las contradicciones, las traiciones de los que menos esperábamos, las turbulencias violentas en las relaciones, los accidentes, la muerte misma, están siempre al acecho, y si miramos a Jesús sólo a través del lente de los favores que nos hace para restablecer nuestra salud o conservar nuestro bienestar: ¡estamos lejos de la fe verdadera!
Hay personas que van de sacerdote en sacerdote, de brujo en brujo, buscando quien les diga lo que quieren oír… Manifiestan una pobre fe, viven en el temor y la inseguridad. Finalmente, no le creen a nadie, ni tampoco a Jesús.
¡No hay cristianismo sin cruz! La paradoja de la obra de Dios es que no elimina el mal, no anula el pecado, sino que los vence haciéndose cargo de ellos en su propia carne.
Me impacta este escrito de San Francisco de Sales: “¿Qué has venido a buscar en la religión? ¿Consolaciones? Estás equivocado. Has venido a vivir en humildad profunda y en un total abandono, para recibir con corazón sereno tanto las consolaciones como los desalientos, las dulzuras como las tribulaciones”.
“Vivir en humildad profunda y en un total abandono”, eso es la fe. El reto del creyente, ante cualquier circunstancia de la vida “en las alegrías o en las penas, en la salud o en la enfermedad” (como dice el compromiso de amor en el matrimonio) es decir: “creo”. A pesar de todo, creo.
El Papa Francisco alertó en una ocasión, que hay “cristianos sin Cristo que buscan cosas un poco raras, un poco especiales” y nos recordó la centralidad del Señor en nuestra fe: “Solamente es válido lo que te lleva a Jesús, y solamente es válido lo que viene de Jesús. Jesús es el centro, el único Señor” (Sep. 7 de 2013, homilía en Santa Marta). Si no llevan a Jesús y provienen de Jesús, cualquier otra propuesta es alienante, que no humaniza ni da gloria a Dios (Cf. E.G. 89).
Para la fe, es necesaria la confianza en la persona de Jesús; tan sólida como la del funcionario del evangelio, que resistió los reproches de Jesús y aceptó volver a casa sin ningún signo visible. La confianza es la actitud que roba la atención de Dios y desarma su corazón. Y la confianza es una expresión de amor.
Para la fe, también son necesarias las buenas disposiciones para escuchar la voz del Señor; oírlo de verdad, acercarse a Él con una disposición interna limpia y corazón sincero.
Difícilmente podrá apreciar la luz quien tiene la mirada turbia. Es necesario purificar el corazón de amores desordenados (odio, ira, divisiones, rencores, apegos, ambiciones) para llenarlo del amor puro ofrecido por Cristo.
No esperemos ninguna liberación y sanación en nuestra vida si no hay un rompimiento con el pecado (“Por tanto, arrepiéntanse y conviértanse, para que sean borrados sus pecados” -1° lectura-), que es la puerta por donde satanás entra a oprimir, a enfermar, a destruir, empobrecer y dividir.
El Señor no pide fe, mucha fe. Acerquémonos a Él confiadamente para implorar su ayuda y nos llene de su gracia. Y se cumplirán los milagros: el milagro de creer, sin pretender manipularlo con visos de magia; creer en el poder que tiene Jesús de sanar. El milagro de la conversión que Dios nos concede para que podamos renacer de nuevo, para que dejemos atrás, la tristeza, la esclavitud y la muerte de una vida de pecado; es que nuestros pecados persistentes nos impiden salir de la tumba y andar en libertad. El milagro del perdón de nuestros pecados. El milagro de creer y ponernos en marcha, con la seguridad que el camino de seguimiento del Señor conduce indefectiblemente a la Vida.
“Creer es ya tener la vida eterna”. ¿Acaso esa no es nuestra verdadera meta?
Que seamos hombres y mujeres de fe, capaces de caminar, aún en las noches más oscuras, aún en las pruebas más grandes y tener una confianza enorme de que Él está ahí, que Dios nos sigue amando, porque siempre es fiel.
Más que desear signos y prodigios maravillosos para creer en Jesús, lo que debemos cultivar es una relación de confianza total con Él y su Palabra, que es portadora de vida.
Creerle a Jesús es darle “oportunidad” de actuar en nuestra vida. Creer en el gran poder que tiene de actuar en nosotros.
En todo estemos unidos a Dios y démosle gracias. Alabémoslo con alegría y demos testimonio de sus obras en nosotros con humildad.
Les recuerdo que las más grandes acciones de Dios en nuestro favor se dan en los Sacramentos. Ninguna otra acción y oración es superior a la manifestación permanente, sanadora y misericordiosa del Señor en los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, de la confesión y de la unción de los enfermos. No cambiemos lo que más vale, por lo que menos vale. La Virgen de Fátima siempre estimuló a la vida sacramental.
Hermanos, que participar de esta gran celebración, fortalezca nuestra fe y nuestra confianza en el amor de Dios y nos disponga a dejarnos amar por Él.
Amén.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón-Rionegro