La Ceja, Agosto 23 de 2012
Asamblea de Oración por los Enfermos
Lecturas: Isaías 61, 1-3 Salmo 101 «Señor, escucha mi oración…» Mt. 15, 21-28
Muy queridos hermanos y hermanas, unidos en el Señor, para alabarlo y recibir de Él, actualizados, los dones de su Redención.
Como cada año conformamos esta gran asamblea de oración, en la celebración eucarística, para expresar unánimes nuestra fe, para manifestar nuestra confianza en Dios misericordioso y para implorar la salud de alma y cuerpo para nosotros y nuestros hermanos que sufren enfermedades y dolencias.
Sobre la Palabra de Dios que hemos acogido en el corazón, algunos textos recientes de la Iglesia, orientaciones de nuestro papa Benedicto y sobre la carta pastoral de los obispos de las provincias eclesiásticas de Medellín y Santa Fe de Antioquia, construimos el mensaje para este momento de oración y celebración.
1. La realidad ¿De qué realidad partimos?
«Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros… a consolar a todos los que están de duelo».
El texto de Isaías habla de los pobres, de los presos, de los oprimidos, de los que sufren y tienen el corazón desgarrado.
«Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y sedientos, las víctimas de la violencia, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado» (Benedicto, Misa Crismal 2011).
La mujer del Evangelio expresa su sufrimiento de madre porque su hija «tiene un demonio muy malo». Clama con fuerza, manifestando su agitación interna, su confusión, su honda preocupación… su grito es entendible y resume todo el clamor de la humanidad sufriente y angustiada.
El anhelo de felicidad está profundamente radicado en el corazón humano. Todos queremos estar bien y gozar de buena salud… Pero constatamos que ante este anhelo, el sufrimiento y el dolor nos acompañan y se hacen presentes en muchas formas en la vida humana. Entre los sufrimientos están los que acompañan la enfermedad, que nos tocan de cerca, nos golpean con fuerza y nos cuestionan profundamente. Es normal que surja en nosotros el deseo de obtener la liberación de la enfermedad y entender su sentido. Acudimos a la oración, sea para pedir la gracia de acoger la enfermedad con fe y aceptación de la voluntad divina, sea para suplicar la curación (Cf. «Sobre las oraciones para obtener de Dios la curación, introducción).
2. La obra de Jesús
Jesús define su misión ante la situación de su pueblo: anunciar la buena noticia a los pobres, proclamar la libertad a los cautivos, dar consuelo a los afligidos, sanar los corazones desgarrados.
Su misión es una acción liberadora para cualquiera que sea la carga y la opresión de las personas. El mensaje de Jesús es la total liberación de las personas. En Jesús, Dios está del lado de los que sufren y responde a su esperanza.
«La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que Dios ha visitado a su pueblos (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está cerca» (Catecismo, nº 1503). Las curaciones de Jesús son signo de su misión mesiánica, manifestación de la victoria del Reino de Dios sobre todo tipo de mal y símbolo de la curación del hombre entero, cuerpo y alma.
El anuncio de la acción de Dios apunta al hecho salvífico fundamental: «poner en libertad a los oprimidos», que abarca todas las formas como se realiza la salvación en el evangelio, pero que tiene como punto más alto el mayor don de Dios: el perdón de los pecados (van juntos liberar y perdonar; sanar y perdonar).
Dios, por medio de su Hijo, no nos abandona en nuestras angustias y sufrimientos, nos ayuda a llevarlas y desea curar nuestro corazón en lo más profundo («Tus pecados te son perdonados» –dice primero al paralítico- antes de decirle: «levántate, toma tu camilla y vete» (Cf. Mc 2, 1-12). La salud recuperada es signo de algo más precioso que la simple curación física, es signo de una realidad más profunda y anuncio de «una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua» (Carta Pastoral, p. 8).
Vamos a escuchar en el prefacio un resumen de la obra de Jesús en favor de los hombres: «Porque Él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Prefacio)
3. Continuidad de la obra de Jesús en la Iglesia
«También hoy, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas». Hoy, el Señor sigue vivo y actuante a través de su Iglesia. Como Jesús, la Iglesia es portadora de salvación.
«Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar enfermos» (Lc. 9,2). La tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios, pero este mismo anuncio debe ser, a la vez, un proceso de curación: «…para vendar los corazones heridos». El curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, siguiendo su ejemplo, que pasaba por los caminos curando enfermos. El anuncio del Reino, que es el anuncio de la infinita bondad de Dios, debe suscitar ante todo esto: «curar el corazón herido de los hombres» (Benedicto XVI). El encuentro con Cristo nos proporciona la fundamental curación, pues nos reconcilia con Dios. Pero la Iglesia, además, debe atender en su misión «la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento».
La Iglesia al ponerse del lado de los que sufren, da un testimonio de la bondad de Dios. Durante su historia ha madurado su llamado a «curar», manifestando un amor cuidadoso e infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.
La Iglesia está llamada a tener un corazón sensible, diferente al de los apóstoles en el evangelio (centrados en sí mismos, incapaces de captar la situación de la mujer, insensibles a su sufrimiento y al de su hija, que los lleva a considerarla molesta y a querer quitársela de encima). A la Iglesia no la pueden importunar los sufrientes.
«En la acogida generosa y afectuosa de cada vida humana, sobre todo la débil y la enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos» (Benedicto XVI-Jornada de oración por los enfermos-2012).
4. A través de los sacramentos de la Iglesia
La acción privilegiada de la fuerza y gracia vivificante de Cristo resucitado, médico de las almas y de los cuerpos, en la Iglesia, se da a través de los sacramentos.
Cada sacramento, en definitiva, expresa y actúa la proximidad de Dios mismo, el cual, de manera absolutamente gratuita, nos toca por medio de realidades materiales que él toma a su servicio y convierte en instrumento del encuentro entre nosotros y él mismo. Los sacramentos son fuente de sanación y libertad interior.
Existen, explícitamente, unos sacramentos de curación: la reconciliación y la unción de enfermos, que culminan naturalmente en la comunión eucarística.
Toda la fuerza del sacramento de la penitencia, nos dice el catecismo Católico, «consiste en que nos restituye la gracia de Dios y nos une a Él con profunda amistad» (nº 1468). La Iglesia continúa la obra de Jesús, médico de nuestras almas, con la fuerza del Espíritu Santo, anunciando el perdón y la reconciliación, la obra de la curación y la salvación: «Conviértanse y crean en el Evangelio». Jesús anuncia y hace presente la misericordia del padre. No ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar esperanza incluso en la oscuridad más profunda del sufrimiento y del pecado, para dar la vida eterna.
Así, en la «medicina de la penitencia» (Benedicto), la experiencia del pecado no degenera en desesperación, sino que encuentra el amor que perdona y transforma. Sintamos la nostalgia del abrazo del Padre… Dios nos espera para ofrecer a cada uno, que somos sus hijos, el don de la plena reconciliación y de la alegría.
El resultado de la reconciliación es la «paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual» (Catecismo, nº 1468). La reconciliación con Dios es fuente de sanación, consuelo y libertad interior.
El sacramento de la unción de los enfermos, está en la línea del mismo Jesús que curaba a los enfermos y envió a los discípulos a curar las heridas. «Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los sacerdotes, la Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren para que los alivie y los salve (Cf. St 5, 14-16); más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom 8, 17; Col 1,24; 2tim 2, 11-12; 1Pe 4, 13), contribuyan al bien del pueblo de Dios» (L.G. 11).
En la unción de enfermos, el óleo se nos ofrece como «medicina de Dios» que nos da la certeza de su bondad, que nos fortalece y consuela, pero que al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, a la resurrección. Es un sacramento, señal de la ternura de Dios con los que sufren, que tiene una gran riqueza y merece mayor consideración. Es un medio precioso de la gracia de Dios, que ayuda al enfermo a conformarse, cada vez con mayor plenitud, con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Pero hay que evitar su manipulación, de concederlo a todos los fieles indiscriminadamente, pues está destinado a los que sufren una enfermedad grave o están en inminente peligro de muerte.
La Eucaristía no es una devoción, como otras, sino el centro y cumbre de la vida cristiana (Cf L.G 11). Ella contiene el «misterio de nuestra fe». Todo el misterio de la encarnación y la redención está allí, presente, celebrado, puesto a nuestro alcance. «Don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre» (Sacramentum Caritatis, nº 1). En ella se realiza el proyecto salvífico de Dios, se hace presente el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Ella contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra pascua. Es la plena manifestación de su inmenso amor.
«La comunión de tu cuerpo y de tu sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable» (Misal).
Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote (que realizó la obra de las perfecta glorificación de Dios y de la redención humana) y de su Cuerpo, la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.
No sé por qué estamos buscando «otras cosas, personas, lugares y circunstancias exclusivas», desconociendo y deformando el sentido de la gracia sacramental, «casi siempre con preocupantes tintes de «magia», «actitudes supersticiosas» o «espectáculo», así como con no pocos rastros de «simonía» (Carta pastoral, p. 12; cf. p. 15).
5. La necesidad de la fe
«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». Jesús, finalmente, alaba y valora la fe de esta mujer; fe que alcanza lo que pedía.
Esa fe se expresa en la súplica insistente y humilde: «ten compasión de mí, Señor, Hijo de David»… «¡Señor, socórreme!»; «…Pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».
Hay una gran fuerza en ese grito… tiene un motivo: «mi hija tiene un demonio muy malo», que explica su coraje, su perseverancia, su búsqueda. Es una madre que lucha por su hija. Se aferra a un pequeño signo de esperanza, a las migajas. Y supera la prueba de la fe.
«Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti», respondíamos al Salmo; es también hoy nuestra súplica confiada que sale del corazón, que expone nuestros sentimientos de incertidumbre y angustia, que expresan nuestros anhelos y esperanzas.
A la humilde insistencia de la fe de esta mujer, Jesús responde con un signo de salvación. «Quien invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, está seguro de que su amor no lo abandona nunca». Tomamos conciencia de la importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento y la enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con Él, pueden experimentar realmente que «¡Quien cree no está nunca solo!» (Benedicto XVI).
En este contexto, nos suena familiar y entendible el «levántate; tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). ¿Cuál fe?
La mujer llama a Jesús: Señor, Hijo de David (títulos mesiánicos): su oración se inserta, pues, en una experiencia de Jesús. No simplemente pide un favor, sino que se involucra en el misterio de Cristo.
La fe nos lleva al encuentro personal con el Señor, distinto a una religiosidad que nos desvía a buscar sólo sanaciones, milagros, prosperidad, dentro de un ambiente de emotividad, teatralidad y sensacionalismo.
El Papa nos advierte: si se deteriora en el hombre la relación fundamental, que es con Dios, se trastorna todo lo demás. «Si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado» (Benedicto XVI).
«No hay técnicas en el ministerio de sanación. Sólo hay: fe, oración y Jesús sana» (Emiliano tardif). Si tenemos una fe madura, sólo buscaríamos a Jesús, el gran sanador, que está en nuestro corazón y en la acción de la Iglesia.
6. Algunas anotaciones finales
No podemos olvidar que aunque recibimos la vida nueva de Cristo en los sacramentos, esta vida la llevamos en «vasos de barro» (2Co 4,7); nos hallamos aún en «nuestra morada terrena» (2Co 5,1), sometida al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Desde nuestra experiencia de fe, la enfermedad y, por lo mismo, el sufrimiento y dolor que de ella se pueden derivar, toma un nuevo sentido, más profundo y esperanzador, a partir del misterio redentor de Cristo (Carta Pastoral, p. 7).
El recurso a la oración no excluye, sino que por contrario anima a usar los medios naturales para conservar y recuperar la salud. «Es parte del plan de Dios y de su providencia que el hombre luche con todas sus fuerzas contra la enfermedad en todas sus manifestaciones, y que se emplee, por todos los medios a su alcance, para conservarse sano» (Ritual de la Unción y pastoral de enfermos, nº 3).
Que hoy, en este marco impresionante de recogimiento y devoción, el Señor pueda reconocer nuestro amor a Él y nos pueda decir: «Que grande es tu fe», la de cada uno, la de la Iglesia para que se cumpla en cada uno la voluntad salvífica de Dios; lo que necesitamos y nos conviene; que agradezcamos las bendiciones de Dios y aceptemos alegremente sus pruebas; que experimentemos su paz y en todo y siempre alabemos el nombre del Señor…
Hoy digámosle con fe al Señor:
«No soy digno de que entres en mi casa, sólo basta una palabra tuya y mi vida, quedará curada… Basta sólo una palabra de tus labios.
Tócame. Levántame, renuévame y que tu autoridad venza mis males.
Límpiame, purifícame y lléname, que pueda estar contigo cara a cara y quedarme suspendido en tu mirada.
No soy digno de llegar a tu presencia, sólo basta una mirada tuya y mi vida quedará tocada… Basta sólo una mirada».
A María, salud de los enfermos, dirigimos nuestra oración, para que con su maternal compasión, al pie de la cruz, también acompañe a cada uno de nosotros y a todos los enfermos y sostenga la fe y la esperanza de los que anhelan la curación de los males del cuerpo y del alma.
Amén.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Diócesis de Sonsón – Rionegro