Rionegro, marzo de 2012
Querido pueblo de Dios que peregrina en esta Diócesis de Sonsón Rionegro, y que hoy tiene motivos para estar de fiesta.
Celebración eclesial
«La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros» (S.C. 41).
Eso lo estamos viviendo en este momento. En esta asamblea tenemos una expresiva manifestación de la Iglesia, porque el Obispo se reúne con sus sacerdotes en señal de unidad y fraternidad, para celebrar la Eucaristía, rodeados por miembros de todas las parroquias diocesanas y de las comunidades religiosas. Aquí estamos teniendo un signo claro de la unidad del sacrificio de Cristo, de la unidad del sacerdocio, de la unidad de la Iglesia.
Con la presencia de todos ustedes se fomenta el sentido de pertenencia a la Iglesia particular diocesana. Y esta misma Catedral, que es la iglesia madre de la Diócesis, simboliza materialmente la unidad de todas las comunidades parroquiales y de toda la Iglesia diocesana.
Cristo el ungido
El auténtico ungido es Jesús de Nazaret. «El Espíritu está sobre mí», se proclamó lleno, empapado del Espíritu. Es más que una unción visible, una posesión total del Espíritu; su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo. Dios le ha dado su fuerza, su poder, lo consagra para el cumplimiento de su misión. Es el sacerdote de la nueva y eterna alianza.
La misión está bien delineada: «…Me ha enviado para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos… Para vendar los corazones desgarrados, para consolar a los afligidos, para proclamar el año de gracia del Señor».
Jesús proclama el Reino de Dios, es decir, la infinita cercanía y bondad de Dios, que «cura los corazones desagarrados». Desde que el hombre ha trastornado la relación fundamental con Dios, ha herido su corazón y ha trastocado su relación con los demás.
Pobreza, opresión, sufrimiento, ceguera, esclavitud muestran la parte dolorosa del hombre y su raíz más profunda: el alejamiento de Dios, el pecado, el egoísmo humano. A eso vino Jesús, a restablecer la armonía rota, para que la vida sea plena y la felicidad esté en el horizonte de todos los hombres y mujeres.
La fundamental curación sucede entonces, en el encuentro con Cristo, que nos reconcilia con Dios y restaura nuestro corazón. Nosotros somos los beneficiarios de esta acción purificadora de Jesús. Y salvándonos nos incorporó a Él… De su sacerdocio participamos todos, el pueblo de Dios y sus ministros, porque nos entregó el mismo Espíritu que a Él ungió, consagró y envió.
La liturgia de hoy, donde bendecimos los óleos para el bautismo y para los enfermos, y consagramos el crisma, que es mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales, sobre todo para la confirmación y las órdenes sagradas, nos vincula con las palabras de promesa de Isaías: «Ustedes se llamarán sacerdotes del Señor», dirán de ustedes «ministros de nuestro Dios», retomando la palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel: » Serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex. 19,6). Israel así, estaba llamado a ser para el mundo un «santuario de Dios» (Benedicto XVI), debía ejercer para él una función sacerdotal; tenía la misión de ser «luz de las naciones», de llevar el mundo hacia Dios.
Todos, como pueblo de Dios, que hemos recibido el bautismo, la confirmación y unos el orden, hemos sido configurados con Cristo, incorporados al pueblo de Dios, todo él sacerdotal y profético. Es lo que nos asegura tan bellamente San Pedro: «Ustedes son linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios para que anuncien las proezas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Ped. 2,9-10).
Los cristianos somos un pueblo sacerdotal para el mundo. El concilio lo llama «pueblo mesiánico… germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano» (L.G. 9). Somos «ungidos», le pertenecemos a Cristo, es decir, somos «cristianos», somos tocados por el Espíritu Santo, participamos de su unción, y por lo tanto de su misma misión. Estamos llamados a ofrecernos como oblación pura y agradable a Dios y para proclamar con nuestra vida el Evangelio de la salvación. Estamos llamados, como lo hizo el Señor, a sanar los corazones destrozados, a enfrentar la curación concreta de la enfermedad y el sufrimiento.
Cada uno, en distintos grados y modos, realiza la misma misión, la de Cristo y la de la Iglesia: ir a todo hombre a anunciarle y hacerle visible la salvación de Jesús. Se espera que lo hagamos en cada lugar y en cada ambiente, con toda persona, con toda familia, con toda comunidad: permitir que todo hombre y mujer acceda a Dios.
En este trasfondo es que entendemos la MISION. El compromiso de cada uno como bautizado, el compromiso de los consagrados, el compromiso de los ministros ordenados… El Espíritu desciende sobre el pueblo de Dios como descendió sobre Cristo, para hacer de la Iglesia, de su Iglesia, el instrumento de la evangelización y la santificación de los hombres… Que la fuerza del Espíritu del Señor se haga eficaz en nosotros, para que demos testimonio de su mensaje con alegría.
La Misión Continental, que nos ha propuesto el episcopado latinoamericano y del Caribe, se ha presentado precisamente como «un nuevo pentecostés». Que el poder del Espíritu fecunde de nuevo a la Iglesia para salvar al hombre, redimirlo de sus esclavitudes y conducirlo a la plenitud de la vida divina por medio de la Palabra de vida y los sacramentos.
Que esta Iglesia diocesana aparezca como «pueblo de reyes, pueblo sacerdotal, pueblo de Dios», como la estirpe que bendijo el Señor para que todas nuestras personas y comunidades reciban la dulce realidad del amor liberador de Dios.
Misión Continental
Brevemente hago referencia a algunas ideas centrales de la Misión Continental, porque más adelante proclamaré el PREGON DE LA MISION, que aportará otros elementos.
– La MC está en el contexto de la Nueva Evangelización, que nos impone una conciencia renovada de la misión de la Iglesia. Vivimos situaciones nuevas, retos inmensos… Por eso se nos pide respuestas nuevas, creativas y audaces. Volvamos a insistir, toda novedad en la Iglesia depende de la acción siempre sorprendente del Espíritu, y por lo tanto se nos pide abrirnos con fe a esta acción.
– Se trata de asumir radicalmente la misión de Jesús, de contagiar y conducir a todos al encuentro con Jesucristo vivo «el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra», para que cada bautizado sea un discípulo misionero.
– Es una dinamización de nuestro trabajo evangelizador, que queremos sea continuado y sistemático, que se prolongue en el tiempo a través de procesos permanentes de evangelización, que lleven, como dice en el plan pastoral, «al mayor número de personas a que conozcan, amen y sigan a Jesucristo con una fe vivida y celebrada comunitariamente en la esperanza y la fraternidad». Así, debemos comprender que nuestro trabajo pastoral no son sólo «actividades», sino acciones concatenadas en procesos serios y vitales que hagan «discípulos misioneros», que vivan en comunidad.
– El epicentro de la MC tiene que ser la parroquia, porque es la célula viva de la Iglesia y es el ambiente donde viven y se forman los discípulos misioneros. Por eso es tan importante la presencia de delegaciones de todas las parroquias de la Diócesis.
– Esas parroquias llamadas a ser «casa de comunión», y una gran comunidad formada por comunidades más pequeñas, rebosantes de una fe luminosa y dinámica.
Fiesta sacerdotal
Las palabras de la Escritura, «El Espíritu Santo está sobre mi», nos concierne a todos. Hoy todos celebramos y renovamos la gracia de nuestro bautismo, por el que somos hijos de Dios, de nuestra confirmación por la que somos testigos de Cristo. Pero los sacerdotes, de modo especial celebramos y renovamos la gracia de nuestra ordenación por la que somos instrumentos de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia.
En esta Misa Crismal, en presencia del pueblo de Dios, los sacerdotes renovamos la acogida del don que hemos recibido por la imposición de las manos en el sacramento del Orden.
El hecho de que lo hagamos en una celebración marcada por la bendición de los óleos: catecumenal, de enfermos y santo crisma, nos recuerda a los obispos y presbíteros que somos ministros y dispensadores de los misterios de Dios en su santa Iglesia.
La unción es un signo de fuerza interior, que el Espíritu Santo concede a todo hombre llamado por Dios a particulares tareas al servicio de su Reino. Y nosotros hemos sido llamados «a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado» (PDV).
Es una celebración sacerdotal, de modo particular. Con gratitud enorme por nuestra vocación y con humildad pues nuestras deficiencias, renovemos nuestro SI a la llamada del señor. Sintamos que queremos unirnos al Señor, renunciando a nosotros mismos, impulsados por el amor de Cristo.
Renovaremos el firme propósito de ser imagen cada vez más fiel de Cristo, sumo sacerdote. El Buen Pastor nos llama a seguir su ejemplo y a ofrecer en cada momento la vida por la salvación del rebaño que ha sido puesto a nuestro cuidado. Nos llama a ofrecernos a nosotros mismos, no sólo un poco de tiempo y unas determinadas tareas. Ser todos y en todo sacerdotes.
El sacerdote no es simplemente un funcionario que hace las cosas bien. Sino uno que profundiza la conciencia de ser ministro de Jesucristo en virtud de su consagración sacramental y se compromete a fondo, con toda su voluntad a responder a su configuración con Cristo.
Renovemos, pues, en esta celebración nuestro «amén» (si quiero) a las exigencias que nuestro ministerio comporta. Que no sea una mera declaración de intenciones, sino un asumir existencialmente lo que implica el don que hemos recibido y ser plenamente conscientes que «sin Él nada podemos hacer».
Sin nuestro ministerio renovado, una y otra vez; sin nuestra recta intención, sin nuestra real conversión, que es un proceso de cada día… No se hace posible la renovación de nuestra Iglesia diocesana y de cada una de nuestras parroquias. Hoy se nos da la magnífica oportunidad de hacer coincidir nuestra renovación de las promesas sacerdotales con nuestra disponibilidad a iniciar la misión permanente, impulso de renovación pastoral en nuestra Diócesis.
Vivamos con intensidad y alegría todos los momentos que se siguen en el marco de esta celebración Eucarística: la renovación de las promesas sacerdotales, la bendición de los óleos y del crisma y el lanzamiento de la Misión Continental. Y pidamos a la Virgen María que sea testigo de nuestra docilidad al Espíritu, inspire el ardor misionero y acompañe nuestro camino de renovación misionera. AMEN.
+Fidel león Cadavid Marín
Obispo de Sonsón – Rionegro