Homilía de la Ordenación Presbiteral de Luis Geovanny Arbeláez Vargas

HOMILIAS

Catedral de Rionegro, febrero 23 de 2013

Querido Luis Geovanny

Querida Comunidad del Instituto del Verbo Encarnado

Querida familia Arbeláez Vargas

Muy querida comunidad reunida en esta asamblea para esta memorable celebración.

Con justificada alegría nos hemos reunido en esta mañana para ser testigos de un acontecimiento sorprendente: la acción que hace Dios, por el sacramento del Orden, en este hijo suyo Luis Geovanny para convertirlo en su sacerdote. Dios no abandona a su pueblo y cumple su promesa de darle pastores según su corazón. Dios no deja de escoger y llamar a algunos hombres para consagrarlos a su servicio para el bien de todos sus hijos en la Iglesia y en el mundo.

No podemos más que dar gracias al Señor porque nos da el don de un nuevo sacerdote en Luis Geovanny, un hijo de Rionegro, de su comunidad religiosa del Verbo Encarnado, para enriquecer la misión de su Iglesia extendida por todo el universo.

¿Dónde se origina esta realidad inefable del sacerdocio?

Escuchemos al mismo Jesús en el Evangelio proclamado: «Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes». Todo comienza en lo más profundo del misterio de Dios; hace parte de un gran círculo de amor: el Padre ama al Hijo y el Hijo nos ama; le comunica su amor a sus discípulos.

Este amor de predilección, ya viene expresado por el profeta Jeremías: «El Señor me habló, así: Antes de formarte en el vientre te conocí… te constituí profeta» y se actualiza hoy en Luis Geovanny. El sacerdote es uno que es «llamado», de forma muy personal (lo ha llamado a él, lo conoce a él), desde el inicio de su existencia, para determinar toda su vida y destinarlo a ser su mensajero.

Es la gran experiencia vocacional, sentir que soy un milagro de Dios, pensado, amado y querido personalmente por Él, conocido por mi nombre; experimentar que «sus manos me hicieron y me formaron» (Cfr. Salmo 119,73).

Esa misma experiencia se contiene en la iniciativa que toma el Señor: «No me eligieron ustedes a mí; fui yo quien los elegí a ustedes». Luis Geovanny, el Señor te ha elegido y hoy se hace concreta esa elección.

Toda vocación es pues un don gratuito y precioso de Dios al que elige y a su pueblo. Es iniciativa misteriosa e inefable del Señor que toca la vida de una persona, a la que conoce, ama, llama para sí y lo envía.

¿Para qué llama Dios?

«Antes que salieras del seno materno te consagré». El sacramento del Orden es una consagración, con la fuerza del Espíritu Santo, de los que Dios llama. En tu tarjeta de ordenación invitas a esta Eucaristía en la que serás ordenado presbítero «por imposición de manos y oración consecratoria» del Obispo. Vas a ser consagrado por esa imposición de manos y por esa oración.

La imposición de manos de la ordenación presbiteral, es un signo de «toma de posesión» que hace Dios del consagrado. Es como si te dijera: «Me perteneces». Un consagrado es alguien que es «sacado» («tomado de entre los hombres») para entrar en la esfera exclusiva de Dios, para ser destinado de manera total a una misión. Y, en este caso, para ser transformado de una manera radical para convertirse en imagen real, viva de Jesucristo y ser capacitado para ser «dispensador de los misterios de Dios».

Debes ser consciente, Luis Geovanny, que a partir de tu ordenación hoy, eres pertenencia del Señor, al que libremente le respondes SI, de manera total, incondicional, con una alegría profunda y como un abandono confiado a Dios que se ha fiado de ti.

Es algo grande que sobrepasa

Como la vocación es una gracia de Dios, el normal sentimiento ante algo tan sublime que nos sobrepasa, es de indignidad. Por eso nos parece explicable la respuesta del profeta: «Yo no sé hablar, pues soy un niño», que más que una disculpa, puede ser más el temor a cumplir una misión que tiene carácter divino… por parte de uno que es sólo un hombre, pequeño, frágil, pecador…

Es normal sentir la tensión entre la certeza de la llamada y la conciencia de la propia pequeñez e indignidad, entre la grandeza de la propuesta del proyecto de Dios y el peso de los propios límites, entre la santidad de Dios y nuestra conciencia de ser pecadores.

Pero el Señor nos llama, confía en nosotros. Es pura gracia que no depende de nuestros méritos… que simplemente estamos llamados a aceptar con humildad y a reconocer con agradecimiento.

Volviendo al Evangelio y a ese círculo de amor que se origina en Dios y que nos llega por la mediación de Jesús, entendemos para qué somos consagrados.

La invitación y el imperativo de Jesús es: «permanezcan en mi amor». El verdadero secreto de la vida sacerdotal es «permanecer unidos a Él», y el secreto íntimo de Jesús, el que movió toda su vida, es el amor. Por lo tanto, debemos permanecer en «ese» amor.

Jesús nos regala el mismo amor que Él experimenta desde la intimidad de Dios («como el Padre me ama»). En Jesús el amor divino toma un rostro y unas palabras humanas; amor que se hace verdadero, total y profundo en su entrega hasta la muerte, hasta el extremo («Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» –Jn 3,16-).

El primado del don de Jesús: «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos». La obra insuperable del amor, es el don de la vida.

Estamos llamados a permanecer en ese amor, a la manera de Jesús («como yo los he amado») para ser también nosotros el rostro y las palabras de Jesús para los demás (ser la encarnación en todo tiempo y circunstancia de ese Verbo encarnado, de su amor crucificado). «El sacerdote es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad» (Catecismo 1584).

Ser «otro Cristo», representarlo sacramentalmente como Cabeza y Pastor, sólo se da con la «caridad pastoral», con la entrega día a día, sin reservarnos nada, en el ejercicio de nuestro ministerio. «Ejercen (los sacerdotes), hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu» (PDV 15).

«Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. En adelante ya no los llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora los llamaré amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí a mi Padre».

El nuevo nombre que da Jesús a sus discípulos: «amigos». Eso son los sacerdotes: «amigos del Señor». Él nos ha confiado todo, no tiene secretos, nos ha comunicado el proyecto salvífico del Padre y más aún, se nos ha confiado Él mismo, se ha puesto en nuestras manos para que lo demos a conocer.

Estamos llamados a permanecer en esa amistad, a «permanecer en su amor». En eso radica la espiritualidad del sacerdote: en compartir los mismos sentimientos de Jesús, en tener con Él comunión de pensamiento, de voluntad y de acción. Escucharlo permanentemente a Él en la oración, «estar con Él». Estar enamorados de Jesús para contagiarnos de su ardor, de su pasión por la voluntad del Padre y el bien de los hombres.

Un texto, con la autoridad del Papa Juan pablo II define así a los sacerdotes: «Llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo transparencia suya en medio del rebaño que se les ha encomendado» (PDV 15).

La consecuencia de ser llamados y ser consagrados por el sacramento del Orden y de «permanecer en su amor», es darlo a conocer, «prolongar su presencia», ser «transparencia suya». El sacerdote es Cristo viviente en su Iglesia. Esa es la «gracia recibida», específica, para enriquecer el Cuerpo de Cristo, donde cada miembro tiene su propia y diferente función (como nos decía la segunda lectura).

Si somos «otros Cristos», si actuamos en su nombre, no podemos suplantar al que nos envía, ni adaptar el mensaje a nuestro antojo, ni escoger por propia comodidad a donde ir. Es contundente el mandato del Señor: «Porque irás adonde yo te envié y dirás todo lo que yo te ordene».

Es el sentido de la obediencia a la que estamos llamados, que prometemos al Obispo o al Superior General; que finalmente es sumisión consciente al querer de Dios, es disposición humilde se servirlo sólo a Él en los hermanos. El lugar y las circunstancias donde deba cumplir la misión, es algo secundario; lo importante es tener clara mi identidad de ser sacerdote para anunciar al Señor, donde Él me necesite, donde la Iglesia (a través de mi Comunidad Religiosa) me necesite, donde la gente me necesite. Y sólo para ser transmisor fiel de la única Palabra que salva, que no es mía, de la cual debo ser profeta sin acomodamientos, sin esconder sus exigencias.

«Yo los elegí a ustedes, y los he destinado para que vayan y den fruto abundante y ese fruto permanezca»

El sacerdote, es el que continúa el amor que viene de Dios y que ha recibido de Jesús. Él lo destina para que dé frutos. Los sacerdotes son el corazón de Jesús para todas las personas, para la comunidad cristiana. El sacerdocio no es una dignidad personal, para buscarse a sí mismo y buscar ganarse el aplauso. No es ningún privilegio, sino una gran responsabilidad, que exige amor de dedicación y entrega, de cruz y sacrificio siempre en favor de la Iglesia, de los hermanos, de los más necesitados. Los excluidos, los débiles y los que sufren deben ser objeto real de nuestra caridad pastoral.

Sólo permanece el fruto que nace del amor en comunión con Jesús. Sólo quien permanece en Dios producirá frutos que permanecen. Ser luz en medio de la oscuridad, dignidad en medio de la humillación, gracia en medio del pecado, resurrección en medio de la muerte. El sacramento del Orden, que vas a recibir, Luis Geovanny, te identifica con el Señor Jesús, para que des fruto, para que tus manos consagradas se pongan al servicio del amor, de la reconciliación y de la vida.

El Señor promete la alegría, para los que viven en el amor de Dios: «Les he dicho esto para que participen en mi alegría, y su alegría sea completa». Tu recompensa, Luis Geovanny, por imitar a Jesús en la práctica del amor hasta el don de sí, en el ejercicio de tu ministerio sacerdotal, es la alegría. La verdadera alegría no se encuentra sino en Dios. El sacerdote debe anunciar y contagiar, con su testimonio de vida el gozo que experimenta por dejarse amar de Dios en Jesús. El ejercicio ministerial nunca deberá ser una carga pesada, sino una irradiación permanente de la más plena alegría.

Para el cumplimiento de la tarea que el Señor te encomienda, y que la Iglesia espera de ti, deja que resuenen en tu corazón las palabras de Dios al profeta: «No tengas miedo, pues yo estoy contigo». Nunca estarás solo, la gracia y la presencia protectora del Señor te acompañarán.

María, la Santa Madre de Dios sea el mejor estímulo en la vida sacerdotal que hoy recibes. Ella mejor que nadie acogió el don de Dios en su vida, lo hizo el mejor fruto abundante y duradero: Jesús y vivió el gozo de ser la humilde sierva del Señor portadora de las maravillas de Dios.

Amén

+ Fidel León Cadavid Marín

Obispo de Sonsón – Rionegro

Compartir :