Homilía de la Ordenación Sacerdotal de Carlos Mario Gómez Alvarez

HOMILIAS

Ordenación Carlos Mario Gómez Alvarez

Carmen de Viboral, Julio 28 de 2012

Textos: Jeremías 1, 4-9; I Timoteo 4, 12-16; Juan 15, 9-17

Nos reunimos, queridos hermanos, para reconocer la obra de Dios, que en su compromiso fiel de no abandonar a su pueblo, sigue escogiendo y llamando a algunos hombres para consagrarlos a su servicio  en el servicio de su Iglesia y del mundo.

Por eso, es una celebración de acción de gracias al Señor porque ha elegido a Carlos Mario, dentro de nuestra Iglesia diocesana, dentro de esta comunidad del Carmen de Viboral, para regalarnos un nuevo ministro al servicio de la santificación de toda su Iglesia.

Toda vocación viene de Dios

Celebramos primeramente, que Dios lo ha llamado, a él, específicamente a él. Es la primera realidad, lo mismo que le pasó a Jeremías (S. VII-VI a.c.), que se actualiza hoy: «El Señor me habló, así: Antes de formarte en el vientre te conocí… te constituí profeta de las naciones». El sacerdote es un «llamado», desde el inicio de la existencia, llamado que resuena en lo profundo de la persona y que por lo tanto determina toda su vida. Es una convicción cierta de la iniciativa del Señor que resuena en sus palabras: «No me eligieron ustedes a mí; fui yo quien los elegí a ustedes». Carlos Mario, el Señor te ha elegido y te ha dicho «Ven, y sígueme».

Si el Señor te dice: «te conozco», es sinónimo de «te amo». La vocación es una elección de amor, desde el inmenso amor de Dios: «Como el padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes».

Toda vocación es pues un don gratuito y precioso de Dios a su pueblo. Es iniciativa misteriosa e inefable del Señor que toca la vida de una persona, a la que conoce, ama, llama para sí y lo envía.

Es algo grande que sobrepasa

Como la vocación es una gracia de Dios, el normal sentimiento ante algo tan grande, tan sublime que nos sobrepasa, es de indignidad. En ese sentido nos parece explicable la respuesta del profeta: «Yo no sé hablar, pues soy un niño», como una disculpa de querer eludir una misión que tiene carácter divino… soy sólo un hombre, pequeño, frágil, pecador…

No deja de ser una experiencia siempre desconcertante y paradójica, en tensión entre la  certeza de la llamada y la conciencia de la propia incapacidad, entre la grandeza de la propuesta y la pesadez de los propios límites, entre la gracia y la naturaleza, entre Dios que llama y el hombre que responde.

Es gracia del Señor, que simplemente hay que aceptar con humildad y reconocer con agradecimiento. Es lo que quieres expresar con la frase bíblica de la carta 1 Timoteo que encabeza tu tarjeta de invitación:

«Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio» (1Tim 1,12)

El Sacramento del Orden Consagra

El sacramento del Orden, consagra con la fuerza del Espíritu Santo a los que Dios llama. Se concretiza la promesa de Dios: «Antes que salieras del seno te consagré». Consagración que sucede por la imposición de manos y la oración consecratoria.

«No hagas estéril el don que posees y que fue conferido gracias a una intervención profética por la imposición de manos de los presbíteros».

La imposición de manos de la ordenación presbiteral, es un signo de «toma de posesión» que hace Dios del consagrado. «Me perteneces», por lo tanto nos sentimos bajo su protección.

El Espíritu Santo recibido en la Ordenación, consagra al sacerdote para siempre, para una dedicación total a una misión. Y lo transforma de una manera radical para que se convierta en imagen real, viva de Jesucristo y lo capacite para ser «dispensador de los misterios de Dios».

Con la misma radicalidad con que Dios toma y separa al llamado, éste debe responder. La respuesta sólo vale la pena cuando se da un sí total, incondicional y definitivo, no al vacío, sino como abandono confiado a la inmensidad del amor de Dios, que es garantía de fidelidad.

Vivir unido a Jesús para testimoniarlo

Si somos del Señor, tenemos que permanecer unidos a Él. Es el verdadero secreto de la vida sacerdotal, que podemos entender desde la amistad, según la misma enseñanza del Señor:

«Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. En adelante ya no los llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora los llamaré amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí a mi Padre».

Eso son los sacerdotes: «amigos del Señor»… Él nos ha confiado todo, no tiene secretos, nos ha comunicado el plan salvífico del Padre y más aún, se nos ha confiado Él mismo, se ha puesto en nuestras manos para que lo demos a conocer.

Estamos llamados a permanecer en esa amistad, a «permanecer en su amor». En eso radica la espiritualidad del sacerdote: en compartir los mismos sentimientos de Jesús, en tener con Él comunión de pensamiento, de voluntad y de acción. Escucharlo permanentemente a Él en la oración, vivir junto a Él. Estar enamorados de Jesús para contagiarnos de su ardor, de su pasión por la voluntad del Padre y el bien de los hombres; ardor y pasión que se alimentan con la palabra de Dios y la Eucaristía.

Un texto del magisterio de la Iglesia define así a los sacerdotes: «Llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo transparencia suya en medio del rebaño que se les ha encomendado» (PDV 15).

La consecuencia de estar consagrados por el sacramento del Orden y de estar unidos a Él, es darlo a conocer, «prolongar su presencia», ser «transparencia suya».

En el sacerdote, pues, Cristo está presente como Cabeza de su Iglesia, como pastor de su rebaño. El sacerdote es Cristo viviente en su Iglesia.  En palabras de un campesino: los sacerdotes «son las caritas de Dios». Aquí vale recordar una recomendación de la segunda lectura: «…por tu parte trata de ser un modelo para los creyentes, por tu palabra, tu conducta, tu amor, tu fe y tu pureza».

Queda claro, que participamos del único sacerdocio de Cristo, y actuamos en su nombre. No podemos, pues, usurpar su ministerio, hacer lo que nos parezca, ni adueñarnos de sus palabras. «Porque irás adonde yo te envié y dirás todo lo que yo te ordene». «Mira, pongo mis palabras en tu boca».

Es el sentido de obediencia al que estamos llamados, que finalmente es sumisión consciente al querer de Dios, es disposición humilde se servirlo sólo a Él en los hermanos. El lugar y las circunstancias donde deba cumplir la misión, es algo secundario; lo importante es tener clara mi identidad de ser sacerdote para anunciar al Señor, donde Él me necesite, donde la Iglesia me necesite, donde la gente me necesite.

Para bien de la comunidad

El sacerdote, queda claro, no es sólo de Dios, sino que le pertenece a la gente, a la comunidad cristiana. El sacerdocio no es una dignidad personal, que responde a intereses personales y busca ganarse el aplauso. No es ningún privilegio, sino una gran responsabilidad, que exige amor de dedicación y entrega, de cruz y sacrificio siempre en favor de la Iglesia, de los hermanos, de los más necesitados. Y esto último no puede ser un mero recurso literario: es participar de la opción que Dios tiene por los pobres, a quienes levanta del polvo y anuncia la Buena Noticia. Los excluidos, los débiles y los que sufren deben ser objeto real de nuestra caridad pastoral.

A esto, y a tantos servicios en bien de la salvación integral de todos los hombres es a lo que se refiere el mandato del Señor a quienes ha hecho sus amigos: «Y los he destinado para que vayan y den fruto abundante y duradero».

«Si un pastor permanece callado viendo a Dios ultrajado y a las almas descarriarse, desdichado de él» (Cura Ars).

El sacramento del Orden, que vas a recibir, Carlos Mario, te identifica con el Señor Jesús, para que des fruto, para que tus manos consagradas se pongan al servicio del amor y de la vida.

El Señor te ha llamado a la santidad, a través de esta opción definitiva que vas a expresar con alegría y libertad al inicio de este rito sacramental.

Quedas destinado «para ser profeta del Señor», para dar testimonio de él con tu vida moldeada por el Evangelio y para anunciarlo en toda circunstancia y lugar. Quedas destinado para ser protagonista de la nueva evangelización, para que muchos «redescubran la belleza de la fe cristiana y la alegría del encuentro personal con el Señor».

Para el cumplimiento de la tarea que el Señor te encomienda, y que la Iglesia espera de ti, deja que resuenen en tu corazón las palabras de Dios al profeta, que son también para ti: «No tengas miedo, pues yo estoy contigo».

La Santa Madre de Dios también te de seguridad en la radicalidad de tu opción, pues ella nos ha abierto el camino a los creyentes como madre de la fe, como discípula y misionera de Jesús y como intercesora especial de los sacerdotes de su Hijo.

Amén


+ Fidel León Cadavid Marín

Obispo de Sonsón – Rionegro

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