Ordenaciones julio 27 de 2019
Catedral San Nicolás de Rionegro
Juan Fernando Rendón Sánchez, Hermano Omar Darío Aristizábal Alzate, Sebastián Toro Toro.
2Timoteo 1, 6-14 – Salmo 22 – Lucas 9, 51-62
Nos reunimos, queridos hermanos y hermanas, en el gozo de asistir a la Ordenación Presbiteral de estos tres hermanos nuestros: Juan Fernando, Omar Darío Y Sebastián. Celebramos agradecidos por el regalo que la fidelidad de Dios hace a la Iglesia Particular de Sonsón-Rionegro y a la Iglesia universal.
Vamos a participar en una solemne intervención de Dios que hace suyos, con el sacramento del Orden a estos tres hermanos nuestros, por mediación del ministerio episcopal. Ellos reciben, como Timoteo, “el don de Dios” “por la imposición de las manos” de Pablo, con el que Dios le concedió “no un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio”.
Y este mismo texto afirma la gratuidad de Dios en su accionar, pues este llamado no se debe “a nuestros méritos”, sino a “una disposición inmemorial de darnos su gracia, por medio de Jesucristo”. Esta idea, de la iniciativa del Señor, la trae Sebastián en su mensaje: “Doy gracias a Cristo Jesús Nuestro Señor que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio” (1Tim 1,12).
Quiero, siguiendo el texto del Evangelio, compartir con ustedes, queridos ordenandos, teniendo como testigos a toda esta asamblea festiva de sacerdotes, religiosos, fieles, familiares y amigos, las exigencias del compromiso que hoy libremente aceptan. Ustedes se vienen preparando hace muchos años para este momento y no podrán aducir, alguna vez, la disculpa: “era que no lo conocía”, que no sabía en qué me metía.
“Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén”.
Esa misma firme determinación de Jesús es la misma que ustedes Sebastián, Juan Fernando y Omar Darío, deben manifestar hoy. Jesús les da ejemplo de firmeza en su decisión de “jugarse la vida” por la salvación del mundo, en obediencia al Padre.
Hoy ustedes manifiestan que se deciden seguir a Jesús en este camino a Jerusalén, que más que un itinerario geográfico, es un camino catequético de aprender las actitudes del auténtico discípulo. Y no se trata de una enseñanza doctrinal (no necesitamos sabios inflados) sino existencial, seguir los pasos del Maestro que da la vida, en una opción radical, por la causa del proyecto del Reino de su Padre.
El seguimiento:
Jesús con sus respuestas realmente duras, a los que quieren seguirle o llama a seguirle, quiere sacudir conciencias. Él no busca “cantidad” “número” en sus seguidores, sino compromiso, discípulos que lo sigan sin reservas, renunciando a falsas seguridades y asumiendo las rupturas necesarias.
Lo esencial de la vida cristiana es seguir a Jesús. “Seguir a Jesús” es también el corazón del que es llamado a ser sacerdote. Sebastián, Omar Darío y Juan Fernando: no hay nada más importante y urgente, ni más bello en sus vidas que seguirle, vivir y caminar con Él. Jesús es su gran tesoro. A Él es al único que justifica entregarle la vida.
“Y aquello que los enamore, dice el papa Francisco, conquistará no solo su imaginación, sino que lo afectará todo. Será lo que los haga levantarse por la mañana y los impulse en las horas de cansancio, lo que les rompa el corazón y lo que les haga llenarse de asombro, alegría y gratitud. Sientan que tienen una misión y enamórense, que eso lo decidirá todo… Si les falta la pasión del amor, faltará todo». A tal punto, que sin “seguir a Jesús”, nuestra vida sería menos vida, más pasiva y frenada, vacía y sin sentido.
“Cuando no se camina al lado de Cristo, que nos guía, nos dispersamos por otras sendas, como la de nuestros propios impulsos ciegos y egoístas” (Benedicto XVI).
Veamos todo esto en los tres casos que nos presenta el Evangelio.
El primero: al entusiasta que se ofrece para seguirlo a donde quiera que vaya, Jesús le responde: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en donde reclinar la cabeza”. Jesús le hace tomar conciencia sobre la profundidad de ese ofrecimiento tan generoso. Hay que sopesar la propuesta, si tenemos lo necesario para el seguimiento. El Señor no tiene ni siquiera la seguridad de refugio que tienen los animales: no está condicionado por nada, nada lo limita; su casa es el mundo; su estilo de vida es desinstalado, sin seguridades humanas. Es completamente libre y ligero. Y quiere transmitir su plena libertad a los discípulos: nada de preocupaciones y dispuestos a la inseguridad y al riesgo.
Seguir a Jesús es toda una aventura, una apasionante aventura. Pero no puede ser el resultado de un entusiasmo pasajero (todo no se puede quedar en la fiesta de hoy y en la de la primera misa). Es el compromiso de toda la vida. Jesús no los engaña: no les está ofreciendo seguridad o bienestar; ni un “facilismo cómodo”. Él no da avales para conseguir dinero o adquirir poder (algunos lo traicionan utilizándolo para aparecer y conseguir).
El pasaje sucede “mientras iban de camino”: seguir a Jesús es “vivir en camino”, sin instalarse en el bienestar o buscar seguridades; llevando una vida sedentaria y confortable. Jesús nos llama a confiar sólo en Él, viviendo en libertad y disponibilidad.
El segundo caso, es “otro al que Jesús le dice “sígueme””. “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”, fue su condición a la invitación. Y otra respuesta tajante y desconcertante del Señor: “Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú, ve y anuncia el Reino de Dios”. Lo que pide el llamado es razonable porque corresponde a una obligación sagrada de enterrar a los padres (que podía incluir quedarse en casa hasta que los padres ancianos murieran y fueran enterrados respetuosamente. Podrían pasar años y años…), razonable, pero le retrasa su respuesta inmediata. Porque seguir a Jesús es algo que pertenece al “ahora”, es una decisión de hoy. Jesús no se detiene a esperar, sigue su camino, contigo o sin ti.
Las palabras de Jesús no pretenden poner en discusión los deberes de la piedad familiar, sino abrir al discípulo a una nueva misión y centrarlo en lo esencial: “tú, ve y anuncia el Reino de Dios”. No detener ni retrasar nuestra decisión ante la urgente y apremiante tarea de abrir caminos al reino de Dios, trabajando por una vida más humana, por un mundo mejor.
Hay muchos que son indecisos y demoran la opción que debe tomarse; les da miedo el compromiso definitivo. Se buscan excusas, razonables o no para no afrontar una ruptura total, con el pasado, con lo que ya está muerto. “Dejar que los muertos entierren a sus muertos” era un proverbio popular usado para significar que no hay que gastar energías en cosas que no tienen futuro y que no tienen nada que ver con la vida.
No seguir a Jesús y aplazar la fascinación de ser su discípulo, es quedarse en el mundo de los que ya están muertos. La tristeza es propia del mundo de los que en realidad están muertos. Jesús nos impulsa siempre a ir adelante: enfatiza la exigencia radical de vida nueva y nos abre a un futuro nuevo. Sólo Él puede llenar nuestro corazón de verdadera alegría.
El tercer caso: Otro le dijo: “Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús le contestó: el que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”. Es otra excusa valedera, pero excusa, al fin y al cabo; me gustaría seguirte, pero tendría que preguntar, pedir permiso… que hace retrasar el seguimiento.
Jesús dice que no hay mayor autoridad que Él y, seguirlo siempre conlleva un alto precio.
No es posible seguir a Jesús (ir hacia adelante) mirando hacia atrás. Nada de mirar atrás. Nada de titubeos, nada de nostalgias. No es posible abrir caminos al Reino de Dios quedándose en el pasado (eso ha impedido la renovación de la Iglesia). Trabajar por el proyecto del Padre pide dedicación total, decisión firme, confianza en el futuro de Dios y audacia para caminar tras los pasos de Jesús. El que toma el arado tiene que mirar hacia adelante, si mira hacia atrás y pierde el horizonte resultará con un surco torcido, con un mamarracho.
En resumen: El que quiera seguir al Maestro debe ser consciente de lo que le espera en Jerusalén: renunciar a sí mismo y ofrecer su propia vida por el bien de todos. Por lo tanto, debe aprender, como Él, a renunciar a cuanto constituye refugios, fama y honores. La vida libre, pobre, sencilla, desinteresada, se convierte ya en anuncio del Reino. El mensaje del Reino desde el poder, desde el dinero, desde la vida confortable no contagia a nadie.
No es fácil romper con el pasado, desapegarse de todo, de los apoyos materiales, de los afectos. Pero es la condición: el que queda marcado en su experiencia vocacional por el amor de Dios, todo lo demás queda en segundo plano para darle prioridad a Dios en su vida, como el Absoluto, que todo lo relativiza. Sólo queda una declaración honesta de amor, como dice el lema del Hermano Omar Darío: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).
Juan Fernando, Omar Darío y Sebastián, asuman la exhortación de San Pablo: “Tomen parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios”. ¿Por qué las exigencias radicales del Señor a sus seguidores?
Porque toca hacer la opción definitiva por la gran novedad: el Reino de Dios, la intervención definitiva y salvadora de Dios en la historia. Tener libertad para lo grande y definitivo. Nada de condiciones, para un nuevo horizonte, abiertos a una familia universal, a reales relaciones fraternas, a una religión de vida y no mera consumidora de ritos y prácticas religiosas.
Los sacerdotes no pueden establecer con sus comunidades relaciones puramente burocráticas que se limiten a llenar unos formatos y a firmar unos certificados. El sacerdote no es un asalariado. Hay que compartir los gozos y esperanzas, tristezas y proyectos de las personas y grupos con los cuales vivimos.
Bella es la tarea del sacerdote, cuando cree y colabora con el “sueño de Dios” (como lo llama el Papa Francisco), de una “tierra nueva” redimida del pecado; con una sociedad reunida en el amor, sin rupturas ni violencias, habituada a perdonar, constructora de una sociedad más justa y dichosa, de verdad reconciliada. Esa es la noble tarea en la libertad, que solo da el amor, con la ayuda del Espíritu.
“Cuando no tenéis el amor de Dios en vosotros, sois muy pobres. Sois como un árbol sin flores y sin frutos” (Cura de Ars). Sí, ¡es demasiado pobre una vida sacerdotal sin amor!
Como ven, mis queridos Sebastián, Juan Fernando y Omar Dario, ¡Grande responsabilidad la de ser sacerdotes! Si, inmensa. ¡Maravillosa responsabilidad! Si, bellísima.
Pero, nada de miedos. “No me siento derrotado, pues sé de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio”. Esta confianza se expresa en el Salmo 22, “El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan”. La frase escogida por Juan Fernando, “Por tu Palabra echaré las redes” (Lc 5,5), también llama a confiarse sólo en el Señor, a hacer todo, sólo en el nombre del Señor.
Hoy ustedes le declaran al Señor estar dispuestos a seguirlo, a donde quiera que vaya. Él acoge su disposición y los consagra sacerdotes para que sean sus personales representantes. Quedan destinados sólo para la gloria de Dios y el bien salvífico de los hermanos. Nada más.
Y, para terminar, les digo como Pablo a Timoteo: “Guarden este precioso depósito (el don que hoy reciben) con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ustedes”. El Espíritu de Dios que va a actuar inmediatamente en el sacramento del Orden que van a recibir.
Sean de María, la Madre sacerdotal, para que en cada acción de su vida ministerial, sean de Jesús y para Jesús.
+Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón – Rionegro