Homilía en la Asamblea de Oración por los enfermos

HOMILIAS

Asamblea de Oración por los enfermos
La Ceja, 24 de agosto de 2017
Fiesta de San Bartolomé, Apóstol

Muy querida asamblea reunida esta tarde en el parque de la Ceja.

Muy queridos hermanos Obispos y sacerdotes participantes en este Jubileo de Oro Sacerdotal, con motivo de la celebración de los 50 años de la Renovación Carismática Católica. Les doy mi saludo y los mejores deseos por los frutos de este retiro sacerdotal que culmina con esta celebración.

Mi agradecimiento, en nombre de la Diócesis de Sonsón – Rionegro y de esta comunidad de la Ceja al Consejo Carismático Católico Latinoamericano, que ha escogido este municipio como sede de este evento jubilar.

Lo asumimos como un homenaje de reconocimiento a Mons. Alfonso Uribe Jaramillo, Obispo por 25 años de esta Diócesis, cuyos restos reposan en esta Basílica de Nuestra Señora del Carmen, quien (según su expresión) se “convirtió a la Renovación”, seducido por la fuerza de transformación espiritual, interior que se logra en las personas y en las comunidades gracias a la poderosa acción del Espíritu Santo en la Iglesia.

A él le debemos esta celebración cada año en este lugar, que ininterrumpidamente se ha celebrado durante 41 años, como una gran jornada de oración, centrada en la Eucaristía, para pedir a Dios la fuerza del Espíritu Santo que transforme nuestros corazones, nos acreciente la fe y el amor, nos libere de muchas ataduras, nos sane interiormente de tantas impurezas y esclavitudes, y exponerle las dolencias físicas de cada uno y de nuestros enfermos.

Con la Iglesia, celebramos en esta fecha, la fiesta de San Bartolomé, uno de los Apóstoles elegidos por el Señor. Siempre es fiesta para la comunidad creyente recordar a los Apóstoles, afianzarnos en nuestra identidad de “Iglesia apostólica”, deudores agradecidos de su fe en el Resucitado, fe predicada, probada, vivida, y sellada con el martirio.

Para la Iglesia de hoy, empeñada en la conversión pastoral y necesitada de renovación, resulta estimulante hacer memoria de los apóstoles. Tenemos derecho a soñar con esa “novia del Cordero”, la ciudad santa, la Iglesia fundada en Cristo y sustentada en los Apóstoles, habitada por la Gloria de Dios.

Es el reto de cada época, ser la Iglesia del Señor, purificada, esposa fiel que sea capaz de comunicar la novedad del Evangelio en cada momento de la historia. Es el gran sueño que se va haciendo realidad poco a poco en el tiempo de Dios y bajo el movimiento del Espíritu Santo.

Esta acción permanente y necesaria del Espíritu Santo en la Iglesia es de la que nos ha hecho consciente la Renovación Carismática. La Iglesia nace en Pentecostés y tiene que vivir siempre en Pentecostés, porque el Espíritu Santo es “el alma de la Iglesia” y su acción está presente permanentemente en la Iglesia. El tiempo de la Iglesia tiene que ser siempre el tiempo del Espíritu. Será imperioso que la Iglesia y cada cristiano, en todo momento, abra su corazón a la acción santificadora del Espíritu Santo que nos lleve al encuentro personal con Cristo.

Necesitamos que el Señor esté mandando su Espíritu “para hacer capaz a la Iglesia de despertar y sacudir al mundo profano y secularizado” (Pablo VI). Necesitamos esa acción del Espíritu para que nos centre en Dios, nos enriquezca con sus dones y carismas, nos infunda vitalidad y gozo, ganas y sentido de vivir, nos “embriague con la novedad del Evangelio”, nos llene de esperanza, nos abra a la oración vital, nos haga vencer los miedos y complejos, y nos dé una fe madura, “ya no infantil, dependiente y fanática”.

La acción fundamental del Espíritu en la Iglesia para que esta “conserve su perenne vitalidad juvenil” (lo contrario a lo viejo, rancio, enrarecido) es la de conducirnos a Cristo: “Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio” (Pablo VI)… “hay que recomenzar siempre desde Cristo”. Sólo la presencia de Cristo resucitado y de su Espíritu nos pueden aportar hoy la luz, la fuerza, la alegría y la creatividad que necesitamos para renovar la Iglesia.

Miremos el itinerario vocacional de Natanael. Felipe le presenta a Jesús, hijo de José, de Nazaret: “Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas”. Sí, Jesús es aquel a quien apuntaba toda la historia del Antiguo Testamento. Le quería decir a Natanael: “si quieres permanecer fiel a todo el proceso histórico de la revelación de Dios, tienes que reconocer a Jesús, quien es su máxima realización”.

Natanael argumenta que de Nazaret, un pueblito tan insignificante, no puede salir el Mesías. Felipe sabe que ante los prejuicios (religiosos, culturales, o de rivalidades regionales) no sirven las palabras. Opta mejor, simplemente por invitarlo: “ven y lo verás”: deja los prejuicios y haz tú mismo la experiencia. El verdadero conocimiento de Jesús no puede venir sino del encuentro con Él. No es imponiendo sino experimentando (viendo) que las personas se pueden convencer.

Jesús no hizo nada extraordinario: simplemente lo miró (se trata de algo muy personal), con esa mirada divina profunda, que lee los corazones e invita a conocerlo de verdad.  Natanael se sintió conocido y amado y abrió sus ojos a la fe. El discipulado es una dinámica de vida basado en el conocimiento y el amor. La relación del discípulo con Jesús es una relación vital.

Encontrarse con Jesús le ayudó a percibir el proyecto de Dios, que no siempre es como la gente se imagina o desea que sea. La docilidad al Espíritu comporta a Dios dejar ser Dios, y a no imponerle nuestros deseos. Natanael esperaba al mesías según la enseñanza oficial de la época, pero se deshizo de sus ideas para aceptar, como buen israelita fiel al proyecto del Dios de Israel, la verdad de ese Dios en Jesucristo.

Clave en nuestra experiencia de fe, propio de la renovación en el Espíritu: conocer ese momento, en que he sido iluminado por el Espíritu y he pasado de la fe aprendida, de la fe por tradición a una fe vivida. La confesión de fe de Natanael “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”, ya era una fe vital, decidida, comprometida.

Porque es ahí donde se da la “gran riqueza de la renovación espiritual”, que tanto entusiasmó a Mons. Alfonso Uribe Jaramillo, para hacerse propagador de la Renovación en el Espíritu. La acción del Espíritu que va llenando corazones, cambiando vidas, cambiando criterios y actitudes. Lo que más valoraba era el “cambio interior” que obra la nueva alianza que el Espíritu sella, en un constante Pentecostés, con los bautizados que nos da un “corazón nuevo” y nos infunde “un espíritu nuevo”, que graba la ley del Amor de Dios y nos lanza a la alabanza, a la misión y a la práctica de la caridad.

Es la maravillosa transformación que se opera por la acción de Dios en el interior del creyente, que a medida que avanza en el deseo de glorificar a Dios y de buscar únicamente su Reino, “se va despojando de su orgullo, de su amor propio, de su deseo de gloria humana”, y comienzan a desaparecer las obras de la carne y empiezan a florecer los frutos del Espíritu.

La santidad es el resultado de la acción del Espíritu Santificador. La renovación de la Iglesia no es posible sin la conversión de sus miembros… La verdadera renovación se produce sólo cuando hay un crecimiento interior, en el Espíritu, de resto las formas nuevas no serían sino formas huecas.

Ser cristiano no significa “hacer cosas”, sino “dejarse renovar por el Espíritu Santo” (Francisco). No hay Iglesia nueva, sin hombres y mujeres con fe renovada, sin nuevas fuerzas del Espíritu que los animen. No hay Iglesia nueva sin corazones nuevos, no hay vida nueva donde el amor de Dios no florece de nuevo.

El elogio de Jesús a Natanael puede ayudarnos a entender lo que deberíamos ser cada uno de nosotros, llenos del Espíritu de Jesús: “Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. Quiere decir que es un hombre justo, fiel al Dios de Israel, con amor a la verdad y con capacidad de conversión, sin dobleces (sin hipocresía, sin fingimientos), de “una sola pieza”, honesto. Así nos quiere el Señor y nos necesita la Iglesia: discípulos de verdad y sin ninguna falsedad, sinceros con Dios y con nuestros hermanos, de una recta intención de corazón en nuestro actuar y pensar para tener una vida honrada ante Dios y los hombres.

Me parece muy linda la imagen que nos trae el Apocalipsis sobre la Iglesia gloriosa: “Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido”. El que vive en el Espíritu, no hace más que transparentar la luz divina, el amor infinito y misericordioso de Dios. Estamos llamados a ser “luz del mundo”. Es preocupante la opacidad de la vida de muchos cristianos.

¿Qué más  nos ilumina la Palabra de hoy? Se comprueba que la fe en el Resucitado se comunica por contagio, por testimonio de los que se han encontrado con Jesús: “¡Hemos encontrado a Jesús!”. Felipe lo dijo con entusiasmo, como experiencia que lo impulsa a comunicarla como buena noticia.

La Renovación se tiene que caracterizar por ser una gran fuerza al servicio del anuncio del Evangelio en la alegría del Espíritu. El Papa nos urge: “Acuérdense que la Iglesia nació en salida: salgan a los caminos a evangelizar” (Francisco). La evangelización tuvo su gran comienzo en la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu. El gran agente de la evangelización es el Espíritu Santo, que la hace siempre nueva y actual. Sólo Él, que renueva la faz de la tierra, puede suscitar una nueva creación, la humanidad nueva a la que debe conducir toda evangelización.

El camino de la Renovación es el que nos ha indicado la Iglesia, el camino de la nueva Evangelización: “nuevo ardor, nuevos métodos, nueva expresión”. Ese nuevo ardor es el del Espíritu que llena de fuerza y convicción, de vigor y fecundidad, de alegría y entusiasmo para poder decir de muchas formas, métodos y expresiones: “Hemos encontrado a Jesús”.

No dejemos escapar la ocasión para remarcar la importancia de la comunidad para el testimonio evangelizador. “La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí…” (Francisco), pues la surte de la evangelización está vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia.

El Espíritu Santo es el principio unificador de la Iglesia. En cambio la división viene del demonio.

Los renovados en el Espíritu, si lo son de verdad, no sucumben ante las luchas internas, no soportan vivir en la división. Saben vivir la unidad en el amor que el Espíritu les comunica y no temen a la diversidad de muchos miembros en un solo Cuerpo.

Para la renovación de la Iglesia necesitamos comunidades nuevas, de hermanos que vivan su fe y su misión.

Quedan varios temas que quisiera haber referido: sobre los carismas y su direccionamiento al bien común y crecimiento de la Iglesia; sobre el testimonio de la alegría cristiana, fruto del Espíritu; sobre la oración y la Palabra de Dios, tan fundamentales en la vida de los grupos carismáticos… Pero todo no se puede abarcar de una sola vez.

Gracias a todos por estar aquí, gracias a todos los que nos están siguiendo por los medios de comunicación. Somos, reunidos, un gran signo de fe, una asamblea que bendice al Señor y una gran fuerza de oración.

“No se cansen de dirigirse al cielo: el mundo tiene necesidad de oración” (Benedicto XVI).

Nos acompañe María, presente en Pentecostés con los Apóstoles, y presente en cada efusión del Espíritu con la que permanentemente sigue llenando a la Iglesia de su “amor, su luz y su santidad”.

Amén.

 

+ Fidel León Cadavid Marín

Obispo de Sonsón – Rionegro

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