Ordenaciones sacerdotales
Jesús Alexander Toro Toro, Ferney Alonso Giraldo Castro, Santiago Soto Giraldo, Fray Tomás de la Eucaristía, José Iván Gallego
Rionegro, noviembre 12 de 2016
Queridos hermanos en el Señor,
Todos los aquí presentes compartimos una alegría del corazón, la alegría de los que confiamos en el Señor, que conduce la barca de su Iglesia. La alegría de la Iglesia que recibe el don de cinco nuevos ministros del Señor y agradece a Dios que asegure el cuidado pastoral de su rebaño con estos nuevos servidores.
Resalto dos circunstancias que hacen de este momento diocesano, un acontecimiento verdaderamente más católico, más universal. La ordenación de un hermano religioso franciscano de los Frailes Menores Renovados, Fray Tomás, que nos indica la riqueza que aporta la vida consagrada a la Iglesia; y la presencia del Abad benedictino, Cletus, dos de sus monjes y dos parejas de esposos (uno de ellos diácono permanente), de la Diócesis de Birmingham en EEUU, que es un signo muy concreto de fraternidad eclesial. Esa Diócesis y ese Monasterio nos han acogido para ayudarnos en la formación de nuestros seminaristas y sacerdotes y han abierto sus puertas a nuestro salir misionero diocesano, aceptando la colaboración del servicio pastoral de dos de nuestros sacerdotes.
Vivamos este momento como una fiesta en la que Dios es el protagonista al conceder la gracia sacramental del presbiterado a Jesús Alexander, Ferney Alonso, Santiago, Fray Tomás y José Iván.
La Palabra que ha sido anunciada, nos aporta elementos esenciales para iluminar lo que hoy celebramos.
Pongamos en el centro al Señor Jesús, “que aprendió la obediencia a través del sufrimiento. Así alcanzó la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen y fue proclamado por Dios Sumo Sacerdote” (I Lectura). Porque la gracia del sacramento del Orden que reciben estos hermanos, los incorpora al único Sumo Sacerdote, Jesucristo, que marcó su camino sacerdotal en la obediencia total al Padre, asumiendo la pasión y la cruz, con el amor más grande, y así ofrecer la salvación a todo el género humano. Cada sacerdote no hace más que participar del eterno sacerdocio de Cristo y por lo tanto de su mismo camino.
Estos hermanos nuestros, que conocemos: aquí están sus papás y hermanos, sus coterráneos, sus amigos, sus compañeros de camino… no son “extraterrestres”, son “hombres sacados de entre los hombres”, tan normales y humanos como todos, con todas sus potencialidades y debilidades… Es que un sacerdote, para representar a los hombres ante Dios, debe ser uno de ellos. Pero eso sí, sacados de entre los hombres, escogidos por Dios. Dios que elige, entre todos sus hijos, a los que quiere. Es el misterio de la vocación, que mana del corazón de Dios, del amor de Dios. Ningún mérito especial por parte de nosotros, sólo generosidad y confianza de parte de Dios. Siempre me ha impresionado que Dios piense en nosotros y confíe en nosotros, que frente a Él somos tan pequeños. Sólo atinamos a decir, no sin temor: “gracias Señor, por fijarte en mi”.
Eso es lo que quiere decir: “nadie puede arrogarse tal dignidad, a no ser que sea llamado por Dios”. Somos eso, esencialmente, “llamados por Dios”. Y hemos entendido que no debemos dejar esperando a Dios y con docilidad y humildad nos hemos puesto a su disposición. Hoy, estos cinco diáconos, dan su “SI” decidido y alegre al Señor, que los ha llamado.
Ese “si”, equivale a responder como Pedro: “Tú sabes que te amo”.
Lo que hoy sucede entre el Señor Jesús y cada uno de los que se ordenan, no es un forcejeo violento, de sometimiento. Es una relación que se va definiendo en el amor. El proyecto del Reino (de justicia y paz, de amor y libertad), que al igual que es bello y grande, es a la vez exigente, sólo es propuesto con un gran poder de seducción por Jesús: vivido con pasión, sostenido en la verdad, pagado con sangre, aceptado en absoluta libertad. Debe ser esto lo que nos enamora de Jesús, la radicalidad de su compromiso de cara a Dios y a los hombres. Dios que no tiene otra voluntad que salvar, los hombres, sus hermanos, que necesitan ser redimidos, perdonados, dignificados…
Entiendo, entonces, que ustedes no quieren una vida intrascendente, mediocre, fácil… Los ha seducido ese amor apasionado de Jesús que nos ha mostrado el rostro misericordioso del Padre y lo ha hecho capaz de dar su vida por todos los hombres. Ustedes han elegido vivir su vida amando a la manera de Dios, quieren entregarla por algo que valga la pena y han decido seguir a Jesús en la gran aventura de poner a los hombres en el camino del Padre.
Por eso a los que Jesús llama, les pide de base una primera cosa: ¿Me amas? ¿Me conoces de verdad? ¿Te identificas con mi manera de dar la vida? ¿Aceptas ser mi amigo incondicional y puedo contar contigo? ¿Ese amor es tan verdadero que te haría capaz de dar la vida por mí y por mis hermanos?
Con razón, el Papa, hablando de los requisitos para el ingreso de un candidato al seminario, propone uno primordial: ¿Es una persona capaz de amar?
El amor es una experiencia profunda de relación entre personas, donde se entremezclan sentimientos y valores que se comparten. En este caso estamos llamados a identificarnos con los sentimientos de Cristo: obediencia y amor al Padre, entrega por los hombres, disposición para servir, capacidad de amar hasta el sacrificio, renuncia, realización, compasión, abajamiento, compromiso, perdón y actitudes tiernas y bondadosas de misericordia.
El sacerdocio, según este diálogo entre Jesús y Pedro, es una realidad muy íntima y profunda, que sella una amistad definitiva. ¿Qué va a pasar ahora, cuando Jesús les comunique su Espíritu Santo y los consagre sacerdotes? Va ser como un “estrechón de manos y de corazón” entre Cristo y su sacerdote, para sellar un pacto de fidelidad. Él no falla, no se echa atrás y en este sacramento los capacita, como a Pedro, para ser pastores de su Iglesia. El Espíritu Santo los penetra con el amor del Señor, los purifica y los fortalece, para que puedan mantener su promesa: “Señor, tú sabes que te amo” y sea un amor sin trampa, “porque Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”.
Las consecuencias de este pacto, trascienden al compromiso radical con los fieles del Pueblo de Dios. Nos dice la primera lectura que el sacerdote es tomado de entre los hombres “y constituido en favor de la gente en lo que se refiere a Dios”. Es mediador ante Dios en favor de sus hermanos. Y en el Evangelio, por tres veces el Señor encomienda a Pedro “apacentar sus corderos, apacentar sus ovejas”.
¿Se dan cuenta de la confianza que Dios les tiene y de la responsabilidad que reciben? Lo más preciado de Dios, sus hijos e hijas, por los que entregó a su Hijo Unigénito, lo pone en sus manos consagradas, en lo profundo de su corazón de pastores. Y Él seguirá preguntándoles no por todo lo que saben, sino si el amor a Él permanece intacto. Porque el amor a Él, es el amor que deben tener a la gente. Hay que repetirlo una y otra vez: si no aman al Señor, serán incapaces de amar a los demás; entonces comienza el peligro de empezar a “buscarse a ustedes mismos” y de aparecer “otros amores egoístas e interesados”, que los alejarán del Señor, que los alejarán de sus hermanos.
Recuerden siempre: sólo quien ama es digno de confianza. Sólo quien ama puede cumplir bien la misión de apacentar. Y el amor se expresa en el servicio, que tiene su máxima expresión en el mismo Jesús que “nos amó y se entregó por nosotros”. No hay que inventar nada, no hay que buscar nada distinto, sino imitar a Jesús. Y eso se logra, y hay que insistirlo: conociendo a Jesús, amando a Jesús, haciéndome uno con Él.
Por eso, podemos definir al sacerdote como “el corazón de Jesús” en acto, es el amor de Jesús prolongado y actualizado en la disposición generosa, en el trato amable, en el gesto acogedor, en la compasión entrañable, en la oferta gratuita del perdón. Lo que hagas a uno de mis hermanos, lo estás haciendo por mí, el amor que le tienes a uno de mis pequeños necesitados me lo estás teniendo a mí.
En ese sentido, insiste el Papa Francisco, en que el sacerdote debe estar “en salida”, o sea, tiene que estar “expuesto”, “al alcance” de sus fieles. No puede esconderse, permanecer incontaminado, sustraerse de la vida diaria de sus fieles (siempre será más cómodo quedarse en casa que salir a la calle). Y nos propone el criterio pastoral de “la cercanía”, la proximidad. Quien tenga heridas en su corazón, que no le falte cerca el sacerdote que lo acoja, lo escuche y lo asista. Esas heridas “desean una caricia, una comprensión”.
“Somos sacerdotes, y a los fieles tenemos que darle tanta misericordia, tanta” (Francisco). El corazón sacerdotal, entonces, tiene que ser un corazón que se conmueva, con las “vísceras” de Dios, cuando vea a la gente “cansada y agobiada, como ovejas sin pastor”. La preferencia la tendrán, como para Jesús, los excluidos, los pecadores, los enfermos, los abandonados.
Ustedes tienen en su corazón de pastores la obligación de orar con la Iglesia y por la Iglesia. Eso se concretiza en el conocimiento que tengan de sus fieles, para dar gracias al Señor por el crecimiento espiritual de ellos y por sus logros en su caminar personal, laboral y familiar, y también en el compartir sus sufrimientos y miserias para hacer por ellos una oración valiente de intercesión ante el Señor.
Y como el pacto que sellan hoy con el Señor es de amor, hagan memoria cada día en la Eucaristía, de lo que hizo Jesús, que “amó a los suyos que estaban en el mundo, y los amó hasta el extremo”. Interioricen, saboreen en la Eucaristía, ese amor que les da sentido y vida, y que sostiene su práctica diaria de entrega, de dedicación pastoral.
Que sus queridas familias, el seminario y sus comunidades cristianas, que los prepararon para amar, no dejen de orar para que el Señor con su gracia los mantenga en ese amor.
Y la Virgen María, Nuestra Señora de Arma, la “amada de Dios” que supo responder “toda ella” a la elección del Señor su Salvador, los encamine por la respuesta fiel y alegre a la misión sublime que hoy reciben. Amén
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón – Rionegro