ASAMBLEA DE ORACIÓN POR LOS ENFERMOS
Parque principal La Ceja
Agosto 21 de 2014
Muy queridos hermanos en Cristo el Señor
Bienvenidos a esta cita de oración, a esta oración culmen de la Eucaristía, donde de manera especial oramos por todos nuestros hermanos enfermos, presentes físicamente en este parque de la Ceja, y por los que están en sus casas y se unen a esta asamblea a través de los medios de comunicación.
Saludamos agradecidos a todos los sacerdotes concelebrantes, en especial a los que han participado este año en los retiros.
Con la participación en esta celebración, estamos honrando la memoria de Mons. Alfonso Uribe Jaramillo, en el año conmemorativo de su centenario de su nacimiento, querido Obispo de esta Diócesis, a quien debemos tantas obras que han forjado la identidad de esta Iglesia particular y la han relacionado activamente con la Iglesia universal.
Digamos solamente hoy, que los retiros sacerdotales y la celebración de esta Misa por los enfermos, fue una idea suya que brotó de su corazón de pastor, buscando aportar a la santidad de los sacerdotes y al bien espiritual de los fieles. Son 38 años ininterrumpidos de estar recibiendo año por año tantas bendiciones.
Cumplimos con un ministerio hermoso de orar por los enfermos. Somos la Iglesia portadora de la misma salvación de Jesús, quien ha sido ungido por el Espíritu y enviado «a dar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones desgarrados… a consolar a los afligidos» y a la vez nos ha enviado a curar a los enfermos, a resucitar muertos, a expulsar demonios.
Ahora dirijamos nuestra atención a la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Los invito a hacernos protagonistas de la acción de Jesús, junto con los personajes que aparecen en el Evangelio.
«Una gran multitud se reunió a su alrededor… que lo apretujaba por todo lado». Somos esa multitud, que viene de muchas partes, que hoy busca a Jesús, que se apretuja a su lado porque pone en Él su esperanza.
Cada uno de nosotros es Jairo, el jefe de la sinagoga y esa mujer enferma del Evangelio. Cada uno con sus situaciones propias, con sus preocupaciones y angustias. Jairo no pide para sí mismo, sino por su pequeña hija «que se está muriendo», le ruega con insistencia «que le imponga las manos, para que se cure y viva». La mujer, no identificada, que busca su curación personal de una enfermedad prolongada que la atormenta físicamente y la hace sufrir moralmente porque la hace impura (no agradable a Dios) y transmisora de impureza. Y, para colmo de males, arruinada, porque había gastado toda su fortuna buscando curaciones que no llegaron.
¡Cuántas situaciones personales queremos presentarle hoy a Jesús! ¡Por cuántas situaciones difíciles de nuestros seres queridos queremos pedirle hoy al Señor!
Pero dejémonos guiar por la actitud de fe de estos personajes. Ambos tienen una fuerza interior muy grande de hacer algo. Jairo «se arrojó a sus pies a rogarle con insistencia»; la mujer, que se resiste a vivir siempre como mujer enferma y está dispuesta a vencer todos los obstáculos, hace la forma de acercarse a Jesús.
«Arrojarse a los pies» y tener la convicción que «con sólo tocar el manto quedaré curada» manifiestan una confianza total en Jesús. Es el atrevimiento de la fe que nos hace buscar y confiar en Jesús… La mujer piensa que el contacto, aunque sea mínimo, le traería la sanación.
Jesús nos presenta a esta mujer como modelo de fe. «Hija, tu fe te ha salvado», y a Jairo le dice: «no temas, basta que tengas fe». Jesús lo único que pide es tener fe. Escuchen: lo que se nos pide es tener fe, abandono en el poder salvador de Dios. Por la fe el enfermo entra dentro de Jesús y Jesús entra dentro del enfermo. Jesús no curaba desde fuera, sino desde dentro, asumiendo nuestras enfermedades y dolores: «En sus llagas, en su heridas, hemos sido curados» (Cf. Is. 53,5).
Jesús vino a curar nuestras dolencias. No las suprime todas, pero si las asume todas. Desde la encarnación, a lo largo de su vida, asumió nuestros cansancios y fatigas; en Getsemaní asumió nuestras angustias y tristezas; en su pasión asumió nuestras llagas y dolores; y en la cruz asumió todas nuestras muertes. Quiere decir, que en todos los que sufren, Cristo sigue sufriendo, compartiendo, fortaleciendo, redimiendo y curando.
«Jesús se dio cuenta que una fuerza había salido de Él». Sí, Jesús está lleno de misericordia y lleno de Vida, de fuerza curativa. Todo en Él irradiaba fuerza curativa: su mirada, su palabra, su toque, su cercanía. Es la fuerza y el amor del Padre, el Dios de la vida, que ya reina entre nosotros en el amor apasionado que Jesús tiene por la vida de cada hombre y mujer. Por eso, se le conmovían las entrañas ante el sufrimiento moral y físico de los enfermos, se les acercaba compasivo y dejaba que los enfermos se acercaran a Él esperanzados.
Y Jesús los curaba, si tenían fe. Lo decisivo era encontrase con Él. La fe es encuentro vivo con la persona de Jesús. Cuando Jesús pregunta «¿quién me ha tocado?», está buscando un rostro concreto, busca un contacto personal; para Él cada uno somos «alguien», no somos masa, no somos anónimos. Tengamos la seguridad que hoy Él «me distingue» como único entre toda esta cantidad de gente; me busca, me mira y quiere encontrarse conmigo, con cada uno.
Pero, como la mujer que se arroja a sus pies y le confiesa toda la verdad, presentémonos ante Él hoy como somos, como estamos, sin esconder nada, con nuestra verdad desnuda. Todos tenemos la oportunidad de tocar y ser tocados por el amor de Jesucristo, pero desde la verdad de nuestra vida. Confesémonos interiormente ante Él.
El resultado de este encuentro no puede ser mejor: la mujer sintió «que su cuerpo estaba curado». «la niña se levantó y comenzó a caminar». No es sólo la curación del cuerpo, sino de toda la persona. La mujer es liberada de sus miedos, de sus vergüenzas, de sus sentimientos de culpa… Jesús quiere sanarnos, pero quiere una sanación radical e integral, quiere sanar todas las raíces enfermas del hombre y la raíz del mal y de la enfermedad es el pecado. Dios quiere tocar con su mano –primeramente- nuestras almas más que nuestros cuerpos.
Jesús la llama «hija», le devuelve la dignidad de hija, la declara familia de Dios, la introduce en el ámbito de la cercanía de Dios, ya no es impura – separada de Dios. Y la despide «vete en paz». El encuentro con Jesús hace comenzar una vida nueva, de hijos e hijas de Dios, llena de paz y de salud.
Nadie nos puede quitar la paz que el Señor nos da. Ninguna cosa es más grande que la vida de amistad con Jesús. Nada iguala la alegría de creer.
Una palabra sobre la situación de Colombia. Estamos empeñados en lograr un acuerdo que abra los caminos a la paz, que siempre será un don de Dios que debemos pedir y por el cual debemos trabajar.
Tomando el mismo texto evangélico miremos algunos aspectos útiles y necesarios para Colombia.
Colombia hoy debe ser esa multitud que busca a Jesús, esperanzada en superar, ya no una larga enfermedad de doce años, sino una gravísima enfermedad de violencia y odio de más de 50 años. La mujer sufría una hemorragia interna y Colombia se viene desangrando física y espiritualmente por un conflicto interno que nos ha minado el alma, nos ha dividido-polarizado, nos ha endurecido el corazón, nos ha impedido crecer. Deseamos –deseemos vehementemente- superar la enfermedad y la muerte. Hemos gastado demasiado en la guerra (las guerras son costosísimas – la paz también es costosa, pero después será pura ganancia) y no hemos encontrado todavía recetas que nos sanen, hemos probado algunas, sin éxito: la victoria por las armas (que ha aumentado la violencia), las palabras ofensivas para rebajar al enemigo, la guerra sucia infringiendo todos los derechos humanitarios (que ha degradado aún más la guerra), intentos fallidos de diálogos anteriores (que se han convertido en burla)… Los remedios han sido peores que la enfermedad. Como la gente en la casa de Jairo, en gran alboroto «lloraba y gritaba», ha sido mucho el dolor y las lágrimas de nuestro conflicto trágico.
No queremos permanecer así, queremos sanarnos, queremos resucitar. Necesitamos la fe, necesitamos creer en la paz (pese a los enemigos de ella), necesitamos creer en la fuerza sanadora que sale de Jesús.
El Papa nos recuerda que «la Iglesia proclama el evangelio de la paz» y que todos los bautizados estamos llamados a ser «instrumentos de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada» (E.G. 239). Por naturaleza cristiana no podemos estar del lado de la guerra.
Partamos de dos realidades no fáciles de digerir, pero fundamentales: la paz no es un proceso fácil, es más fácil hacer la guerra, es más fácil eliminar al enemigo… pero eso no soluciona nada, sino que empeora las cosas; …que hacer la paz: aceptar que el otro existe, que piensa y actúa en forma diferente, que tiene derechos, que merece perdón… No es el camino fácil, pero si el más seguro para una paz duradera. Y por lo tanto, la paz no es un proceso rápido, no podemos pedir inmediatez; es un proceso que nos llama a la paciencia.
También nos dice el Papa: «el autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos de un proyecto de unos pocos para unos pocos, de una minoría que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, un pacto social y cultural» (E.G. 239).
Tenemos un problema serio en Colombia para enfrentar un proceso de reconciliación. Somos una sociedad indiferente…¡que se las arregle al que le toca!. No, la paz no le toca a una persona o a un grupo determinado. Es un asunto que tiene que ver con cada uno, con el esfuerzo de cada uno. No nos quedemos desde la berrera esperando, ni mucho menos criticando. Todos los colombianos debemos construir el camino de la reconciliación.
Y es la persona el corazón de la paz: «todo conflicto inicia y termina en el corazón y en la mente de las personas» (autor israelí). Cada corazón nuevo, cada corazón que se reconcilia, cada corazón que perdona es el protagonista de la paz. La paz se acuna en un proceso personal e íntimo de pacificación interior.
Y con las personas reconciliadas, van las comunidades reconciliadas. La paz no la hace un grupo, no la hace el Estado… la hacen las comunidades, que se construyen un sueño colectivo, que se organizan, que se vuelven protagonistas de su propio destino. Las comunidades que recuperan sus relaciones, sus instituciones y su territorio. Es demasiado importante: apostarle a la paz desde lo local.
En su visita a Corea, el Papa afirmó «la convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y demostración de fuerza». Sí, el diálogo es el camino para la paz, pero un diálogo que privilegie la dignidad de la persona humana y el bien común por encima de los privilegios y favorezca el desarrollo integral de todos.
Un diálogo donde resplandezca la verdad. No importa que como la mujer del evangelio haya que aceptarla «asustada y temblando», pero con humildad «le confesó toda la verdad». ¡Cómo hace de mal la soberbia! (que nos sume en la intransigencia, el dogmatismo y el fanatismo) Y ¡Cómo hace de falta la humildad!
En este día, tan lleno de hondura espiritual, de confianza en el poder salvador de Jesús; tan lleno de esperanza en superar nuestros males del cuerpo y del alma, hagamos una oración por la paz, pero más aún, hagamos un compromiso por la paz. Pidámosle al señor que nos sane el corazón, que nos haga superar el pecado que ofende su gloria y ofende la dignidad de los hermanos. Que nos llene del amor que alcanza su más bella expresión en el perdón. Que nos llene del optimismo de superar los obstáculos para la reconciliación.
Señor tómanos de la mano, como a la hija de Jairo e invítanos a «levantarnos» y a caminar. A levantarnos de nuestras muertes, de nuestra postración en que nos ha sumido la violencia y a caminar por el camino de la reconciliación y la paz, que es el camino de la vida.
Que entonces tengamos motivos para «cantar eternamente las misericordias del Señor.
Así sea.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Diócesis de Sonsón – Rionegro