Homilía Misa Crismal 2013

HOMILIAS

Rionegro, marzo 21 de 2013

 

Misa Crismal

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor y en especial hoy, mis queridos hermanos sacerdotes.

La Misa Crismal es una de las expresiones más significativas de la unidad de la Iglesia. La celebración eucarística (signo de la unidad de la Iglesia), el Obispo (signo visible de la unidad de la Iglesia local), con los sacerdotes que forman el presbiterio diocesano, los religiosos y religiosas y la representación de las diferentes comunidades parroquiales, en este templo catedral (iglesia madre) de Rionegro, manifiesta al pueblo de Dios en la unidad de un solo Cuerpo. Es la unidad de una sola fe, de un solo Espíritu, con el amor como ceñidor y fundamentados en un solo Señor Jesucristo, piedra angular y Cabeza que da consistencia y armonía a todo.

Se llama CRISMAL porque en ella se bendicen y consagran en forma solemne los óleos y el crisma para la celebración del bautismo, de la confirmación, de la unción de los enfermos y del orden. Celebramos pues la gracia de los sacramentos, que actualizan la salvación de Cristo para construir y santificar al pueblo de Dios. Todos somos ungidos por el Espíritu, impregnados de sus dones de gracia, de verdad, de santidad, de fuerza.

En el año de la fe se nos ha invitado a pasar la «puerta», para encontrar lo que necesitamos, lo que anhelamos. Se cruza «cuando la palabra de Dios es anunciada y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma». Es una invitación a tomar una decisión libre, determinante: entrar a una vida nueva. Sabiendo que ese camino que se inicia dura toda la vida y compromete todo nuestro ser.

Cuidado con entrar por otras puertas, engañosas, que nos hacen desviar. No todo lo que brilla es oro, no todo lo atractivo es bueno, no todos los caminos son de felicidad. Unos caminos son de destrucción, frustración, angustia, desconcierto.

Es una oportunidad para que nosotros, pastores, junto con el pueblo de Dios, profundicemos y renovemos nuestra vida de fe, que empezó con las aguas del bautismo. Que podamos profesar nuestra fe con los labios, porque ya la vivimos en el corazón y la mostramos en las obras. Esta celebración sea una manifestación pública de lo que creemos, que nos compromete a testimoniarlo.

Nuestra vivencia de fe tiene que llegar a tener la certeza de poder superar la realidad de muerte que nos asedia y nos llena de miedos. Vencer todo aquello que «ensucia la vida»: «el odio, la envidia, la soberbia» (Papa Francisco). Que no se imponga el más fuerte o el más «vivo», que no triunfen el egoísmo y la ambición.

Sólo Jesús es la verdadera puerta; es la piedra angular. Sin Él no hay fundamento de la vida, sin Él la Iglesia no es la Iglesia. Él es el camino. «Si no profesamos a Jesucristo, nos convertiremos en una ONG piadosa» (Papa Francisco). Retomar nuestra razón de ser, lo que nos da identidad. Hay un solo centro, no divaguemos. «Hay un centro de la vocación cristiana: Cristo» (Papa Francisco).

Hoy los sacerdotes renuevan sus promesas sacerdotales. Es un momento intenso, para resaltar la grandeza del sacerdocio de Cristo y hacer memoria del don que ese Sumo Sacerdote nos ha participado.

Los sacerdotes diocesanos aquí reunidos, delante de ustedes el pueblo de Dios, responderán a unas preguntas que les hago, para que ejerciendo a fondo su libertad, ratifiquen su SI al Señor, de seguir unidos a Él y seguir fieles en el cumplimiento de su ministerio de pastores. Es una decisión ya tomada y vivida, pero que exige una renovación constante, diaria.

Esta renovación de las promesas sacerdotales, los invita a retomar con esperanza, por encima de las limitaciones humanas, su compromiso pastoral, reviviendo el entusiasmo, la ilusión y la alegría del día de su ordenación.

El Espíritu del señor está sobre mí. Este texto nos sitúa en esa renovación que queremos de nuestro ser sacerdotal.

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado…» (Lc 4, 18). Queridos sacerdotes, estas palabras del Evangelio de hoy, que a se pueden aplicar a todos los miembros del pueblo de Dios, nos conciernen a nosotros de un modo peculiar. Estamos llamados, por la ordenación presbiteral, a compartir la misma misión de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia.

El día de nuestra ordenación fuimos consagrados en el Espíritu de santidad que reposa sobre Cristo Sacerdote. Éste Espíritu está sobre nosotros, guiándonos y conduciéndonos internamente. No es la carne ni la sangre lo que debe conducir nuestro caminar de pastores; no es el interés propio, ni el respeto humano. El Espíritu es quien inspira nuestras acciones para que den gloria a Dios y favorezcan el bien del pueblo fiel.

Venimos a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de santidad que se nos comunicó por la imposición de las manos. Y a renovar la misión, que es la misma que el Padre encomendó a su Hijo: fue enviado a predicar la Verdad y la libertad, a hacer el bien a todos y a cambiar el luto y la tristeza en alegría y fiesta en la vida de su pueblo.

Hoy nos debemos preguntar: ¿Cómo permanecer fieles a esta unción del Espíritu? ¿Cómo experimentar su alegría? ¿Cómo mantener encendido el fervor?

El Espíritu, que poseyó a Jesús, que ungió a Jesús, lo acompañó a lo largo de su vida, ungiendo todas sus acciones y «pasara haciendo el bien» (derramando misericordia, teniendo en cuenta toda necesidad y dolencia).

Estamos llamados a permanecer en la gracia del Espíritu Santo, que nos permita «pasar haciendo el bien», derrochando bondad, ternura, teniendo gestos sorprendentes de amor… que irradien luz, belleza… que inspiren confianza… Es asumir un «estilo», teniendo «los mismos sentimientos de Cristo Jesús».

La unción sacerdotal, la debemos manifestar también en la manera de celebrar la Eucaristía y los sacramentos; decir palabras ungidas que lleguen y hagan arder el corazón, que no hieran, que consuelen y reconcilien, que inciten a la verdad, que llamen a la libertad; hacer gestos ungidos (nuestras miradas, las expresiones del rostro, los ademanes con nuestro cuerpo, con nuestras manos). No se trata de tener poses artificiosas, sino vivir la naturalidad del creyente, del enamorado del Señor.

Que rumiando las cosas de Jesús, en la oración asidua, broten de nosotros actitudes de paciencia y respeto por nuestra gente, palabras que alegren al santo pueblo de Dios… que seamos, en nuestra integridad, buena noticia para los demás, un sugestivo e irresistible llamado para conocer y amar a Jesús.

A veces el complejo de superioridad, la seducción del poder o el afán del dinero es lo que opaca la fragancia de Cristo en nosotros. Un sacerdote, ungido del Señor, no se impone con arranques prepotentes, con desprecio o indiferencia a los fieles. No apabulla en ninguna forma a los débiles…

Es sencilla y profunda la forma en que podemos definirnos, según el Papa Francisco: «Ser custodios de la gente; preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón».

Y nos recuerda: «El verdadero poder es el servicio… El servicio tiene su culmen luminoso en la cruz». «Sólo el que sirve con amor sabe custodiar».

Somos ungidos por el Espíritu: tener fe es confiar en esa fuerza del Espíritu Santo actuante en la Iglesia. No dejarnos vencer por el pesimismo, o por la prepotencia, como si todo dependiera de nosotros.

EL Espíritu («El Espíritu del Señor está sobre mí») es la fuente de energía para el celo apostólico, para la paciencia inagotable, para la caridad delicada. La paciencia, la dulzura, la mansedumbre y el aguante sacerdotal se alimentan del Espíritu y de su unción, que nos penetra hasta lo más lo más íntimo, para que la gracia pueda sobreabundar en los demás. Recordemos: sólo somos sacerdotes (en minúscula) que participamos del Único y Gran Sacerdocio de Cristo (en mayúscula); la gracia que pasa a través de nuestros labios y nuestras manos no es nuestra y es infinitamente mayor de lo que podemos imaginar.

Vivamos nuestra unción sacerdotal. Renovemos con alegría aquel momento en el que Jesús nos tomó y nos impregnó de su Espíritu, para ser sus sacerdotes, conductores de la gracia de Dios. Que hoy, el mejor homenaje a lo que somos, sea abrirnos a esta acción renovadora del Espíritu, plena y sobreabundante. Que nos alegremos del don recibido gratuitamente (y la alegría es fruto del Espíritu) para que podamos servir con gusto a los que el señor nos ha enviado. Lo más benéfico para el pueblo de Dios es la santidad de sus pastores.

Esta vivencia de lo que somos, esta unción del día de nuestra ordenación, que hoy renovamos es lo que nos permite responder a lo que la Iglesia nos está pidiendo: audacia y creatividad para la nueva evangelización. Necesitamos la acción del Espíritu, que haga posible nuestra conversión pastoral, no como una capa de barniz que disimula externamente nuestra reacción al cambio, sino como una decidida transformación, que no ahogue la novedad del Evangelio (sólo Jesús hace nuevas todas las cosas) (y eso sólo lo hace el Espíritu, por lo tanto es una revolución espiritual) y nos haga repensar las estructuras pastorales para lograr una pastoral más orgánica, decididamente misionera, de procesos y de mayor participación.

Seguirá siendo preponderante: que nuestra Iglesia vaya alcanzando un «estado permanente de misión». La Misión debe ser la opción pastoral permanente. Que seamos «una Iglesia que vive, reza y trabaja en clave misionera» (Bergoglio). Una Iglesia de la calle… (para ponernos a tono con nuestro Papa Francisco). La nueva pastoral que debe plantearse es la de ser más padres y amigos que jueces… estar más del lado de las personas, de los alejados, de los desamparados… de los seres humanos, en sus situaciones concretas, que necesitan luz en sus vidas y en sus realidades diarias.

Les digo estas cosas, queridos hijos y hermanos sacerdotes, delante de nuestros fieles, religiosos, religiosas, seminaristas, laicos pujantes y organizados, porque ellos son nuestros mejores e indispensables aliados en nuestro trabajo; porque ellos nos quieren y piden por nosotros, porque ellos se alegran y se benefician de nuestra integridad, de nuestra realización como ministros del Señor, de nuestro entusiasmo en el ejercicio de nuestro diario quehacer apostólico. Contamos con su apoyo, vigilancia y oración.

La Virgen María, nuestra madre inmaculada, la «llena de gracia» que irradia la belleza de Dios, nos haga gustar a todos la acción del Espíritu Santo en los sacramentos de la Iglesia y anime nuestra vida de creyentes en la Iglesia y de servidores consagrados al pueblo de Dios.

AMEN.

 

+ Fidel León Cadavid Marín

Obispo de Sonsón – Rionegro

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