Sonsón, marzo 26 de 2015
Misa Crismal 2015
El Señor nos convoca, queridos hermanos y hermanas, a esta fiesta Diocesana. Lo hacemos aquí en esta Catedral Nuestra Señora de Chiquinquirá, una de las sedes de nuestra Diócesis de Sonsón-Rionegro. Aquí está la cátedra, signo del magisterio y de la potestad del Obispo. Es signo de unidad de la fe que juntos profesamos; signo del templo espiritual que somos todos como templos de Cristo y es imagen del Cuerpo Místico de Cristo.
La catedral es el centro de la vida litúrgica de la Diócesis. Y por lo tanto, el lugar donde el Obispo preside la liturgia en los días más solemnes. Una de esas liturgias es la que hoy celebramos con representación de todas las parroquias de la Diócesis: la Misa Crismal, donde se consagra el santo crisma y se bendicen los demás óleos para los sacramentos. Y hoy se hace significativa la presencia de los sacerdotes, “puesto que en la confección del crisma son testigos y cooperadores del Obispo, de cuya sagrada función participan, para la construcción del pueblo de Dios, su santificación y su conducción” (Ceremonial de Obispos, 274).
Por eso es también un día muy especial para los sacerdotes, porque hacemos memoria de la institución del sacerdocio y de nuestra propia ordenación sacerdotal. Haremos entonces en forma consciente y agradecida la renovación de nuestras promesas sacerdotales.
Esta celebración en la que estamos es la manifestación más bella de la Iglesia local, cuando el Obispo celebra la Eucaristía en la Iglesia catedral, rodeado de su presbiterio y de los ministros con plena y activa participación de todo el pueblo de Dios.
Gracias por estar aquí, gracias por ayudar a significar lo que a diario pretendemos ser: un presbiterio unido, una Diócesis unida, una comunidad de hermanos: de ministros consagrados, miembros de comunidades religiosas y fieles laicos.
Y como el Papa Francisco nos ha invitado a todos a una nueva etapa evangelizadora “caracterizada por la alegría” (E.G. 1), a una “nueva etapa evangelizadora llena de fervor y dinamismo” (E.G. 17), quiero dirigir la reflexión de este día a la “alegría” de creer, a la alegría del Evangelio, a la alegría de la evangelización, pero sobre todo a “la alegría sacerdotal”.
En la ordenación sacerdotal y episcopal hemos sido “ungidos”. En la Iglesia antigua, el aceite consagrado fue considerado de modo particular como signo del Espíritu Santo, que se nos comunica por medio de Cristo.
Nos decía el Evangelio que Jesús es el Ungido por el Espíritu Santo, que lo acompaña, lo inspira y lo penetra. El Espíritu tomó posesión de Cristo hasta llegar a ser su aliento, su savia, su vida íntima. Desde el Espíritu ora, por el Espíritu cura, en el Espíritu predica. El Espíritu lo habita, pero también lo empuja y lo dirige. Jesús, ungido y guiado por el Espíritu es el gran referente de nuestro ser sacerdotal.
A los Padres de la Iglesia los impactó mucho un versículo del Salmo 45, el salmo nupcial de Salomón, que los cristianos releían como el salmo de bodas de Jesucristo con su Iglesia y le aplicaron esta frase al verdadero Rey, Cristo: “Has amado la justicia y odiado la impiedad: por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros” (V. 8). Y no tuvieron duda en identificar este “aceite de júbilo” con el mismo Espíritu Santo, que fue derramado sobre Jesucristo para ungirlo como verdadero Rey y Mesías. El Espíritu Santo es el júbilo que procede de Dios. El aceite de júbilo, que ha sido derramado sobre Cristo y por él llega a nosotros, es el Espíritu Santo, el don del Amor que nos da la alegría de vivir. La alegría es fruto del amor.
A todos nosotros Dios nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría. A todos en el bautismo, en la confirmación. A nosotros, sacerdotes, en nuestra ordenación sacerdotal, Dios nos ha ungido con óleo de alegría. Hoy es un gran día para hacernos conscientes del don que hemos recibido, para acogerlo y “hacernos cargo”, apersonarnos de él, y sentir “la alegría, el gozo sacerdotal”.
Es una alegría que nos pertenece, que nos colma, que nos impregna, que nos penetra en lo más íntimo de nuestro corazón. Es la alegría que brota de la unción sacerdotal, que ha fortalecido y configurado sacramentalmente nuestro corazón. Hemos sido “ungidos hasta los huesos” (Francisco).
Es una alegría que nos pertenece, ha sido derramada con abundancia en cada uno de nosotros. Es la alegría de la que dice el Evangelio “nadie se las podrá quitar”. Nunca la podremos perder, aunque “pueda ser adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida, pero en el fondo permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada” (Francisco). Siempre nos caerá bien la exhortación de San pablo a Timoteo: “Por eso te aconsejo que reavives el don de Dios que te fue conferido cuando te impuse las manos” (2Tim 1, 6). Reaviva la alegría del don que recibiste.
El júbilo del Espíritu no se confunde con la diversión o con la alegría externa, que legítimamente buscan las personas. No se reduce a la alegría “instantánea, superficial, bullanguera”. Es clásica la reflexión del Papa Pablo VI: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar alegría”. La diversión no puede ser el todo de nuestra vida, ni puede convertirse en una máscara que esconda la tristeza, la desesperación o el vacío de nuestro interior. El gozo que proviene del Espíritu nos proporciona una alegría que brota del interior del alma y que hace parte de nuestro caminar diario, y que no se opaca ni siquiera con la experiencia del sufrimiento. Recordemos a los apóstoles, que después que el Sanedrín los había mandado azotar, salieron “contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús” (Hech 5, 41). Y los mártires nos transmiten la experiencia de la alegría profunda cuando se está dispuesto a sufrir por el amado y a causa de su amor: “la alegría de los mártires era más grande que los tormentos que les infligían” (Benedicto XVI). Una alegría que “no se alcanza por el atajo fácil que evita la renuncia, el sufrimiento o la cruz, sino que se encuentra padeciendo trabajos y dolores, mirando al crucificado y buscando al Resucitado” (Francisco, hablando de Santa Teresa).
La alegría del Evangelio “que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (E.G. 1), esa alegría de cada cristiano, la alegría sacerdotal, es un bien precioso no sólo para sí mismo, sino para los demás, para el pueblo santo de Dios.
Si somos ungidos, es para ungir al pueblo de Dios: para bautizar, confirmar, curar, levantar, consagrar, bendecir, consolar, evangelizar… Si hemos sido ungidos con óleo de alegría, es para ungir con óleo de alegría. Somos mensajeros de la alegría profunda que nos invade. Por donde pasa el ungido, deja un reguero de Espíritu y un buen olor espiritual. “Porque nosotros somos la fragancia de Cristo al servicio de Dios…” (2Cor 2,15).
Por eso la alegría sacerdotal es una alegría eminentemente misionera, en íntima relación con el pueblo de Dios. La alegría del ministerio está en correspondencia con el servicio a los hermanos. A mayor entrega, mayor alegría. Por eso la alegría fluye, se desprende como buen aroma en la medida que el pastor tenga roce con su gente, rece por ella, esté en medio de su rebaño, se “unte” de oveja.
El aceite de júbilo se identifica con la santidad. El perfume significa la santidad que brota del Espíritu de Dios y da valor sobrenatural a las virtudes y dones. La verdadera santidad es alegría. Si irradiamos paz, seguridad, alegría, disponibilidad, se debe al amor inefable con que nos sabemos amados por Dios. El Papa ha llamado la atención porque ser cristiano es incompatible con un rostro de “velorio”: “Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua” (E.G. 6). “Se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida” (E.G. 2). Es muy conocida esta afirmación: “Un santo triste, es un triste santo”. Si no hay alegría, ello sería, entonces, síntoma de una insuficiente vivencia del Evangelio, de ausencia del Espíritu de fiesta, de carencia de una vida interior de santidad.
La alegría sale rebosante de la cercanía de Dios, que nos ama incondicionalmente y nos comparte su alegría. De tener esa experiencia de “feliz amistad” surge la alegría contagiosa que no se puede disimular y no se puede dejar de transmitir alrededor. Alegría no egoísta, sino expansiva: busca “que se alegren todos”, poniéndose al servicio de los demás con amor desinteresado.
“Me ha enviado a evangelizar a los pobres”. Los destinatarios del Evangelio son especialmente los pobres, los enfermos, los pequeños, cuantos tienen el corazón desgarrado, los que lloran o tienen el espíritu abatido.
Desde la perspectiva del Evangelio de la alegría, estos pobres, los podríamos llamar con el Papa: los que pertenecen a “una civilización paradójicamente herida de anonimato” (E.G. 169); los que hacen parte de este mundo actual, con una abrumadora oferta de consumo, y corren el gran riesgo de caer en una “tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (E.G. 2). Es pobre y sufre quien se encierra en sus propios intereses, para quien no cuentan los demás, ni le abre espacio a Dios; quien pierde la motivación de hacer el bien. Hay una reflexión del cardenal Ratzinger muy impactante: “La pobreza más profunda es la incapacidad de alegrarse, el hastío de la vida considerada absurda y contradictoria”. Y ya de Papa, como Benedicto XVI, afirmaba que el mundo donde no cabe Dios “se convierte en un infierno, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza”.
A ese mundo falto de amor y de alegría, a ese mundo triste y desesperanzado es al que estamos llamados a difundir la alegría del Espíritu que brota de Cristo Resucitado, a irradiar el “perfume de la presencia cercana de Cristo”. A eso hemos sido enviados como ungidos: a anunciar la buena noticia. “Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros” (E.G. 272).
No nos dejemos robar la alegría. Es el ambiente natural de una comunidad cristiana. Es el ambiente natural del testimonio, es el ambiente natural de la misión. Hace parte del “estilo evangelizador” que nos pide el Papa (E.G. 18). Y cuando haya “momentos de tristeza, de aislamiento, de aburrición que a veces sobrevienen en la vida sacerdotal, el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegernos, de abrazarnos, de ayudarnos a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría” (Francisco).
A todos ustedes hermanos, miembros del pueblo fiel les pido que sean esos custodios de la alegría de sus sacerdotes, propícienles la mayor alegría del dar sobre el recibir, háganles gustar el don que han recibido y que hoy renuevan.
A Nuestra Señora, “causa de nuestra alegría” le pedimos con el Papa, al final de su exhortación apostólica:
“Estrella de la nueva evangelización, ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres, para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz” (E.G. 288).
Amén.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón – Rionegro
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