Homilía ordenación diaconal José Ricardo y Luis Ignacio – diciembre 14 de 2017

HOMILIAS

Ordenación diaconal 

José Ricardo Gómez Aristizabal   y   Luis Ignacio Sánchez Quiceno

Rionegro, 14 de diciembre de 2017

“Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre” (Salmo 116,2).

Números 3, 5-9     Salmo 116 “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio”.    Juan 13, 1-15

 

Muy queridos hermanos aquí reunidos; queridos sacerdotes, queridas familias de los ordenandos.

Pongamos esta premisa fundamental:

Por la ordenación diaconal, la acción del Espíritu Santo configura al candidato con Cristo; para que tome la figura de Cristo, para que asuma sus rasgos. ¿Cuál es uno de los rasgos fundamentales del Señor? Ser siervo, servidor. Jesucristo es el modelo de toda diaconía, porque es el Siervo de Dios por excelencia.

El texto del lavatorio de los pies nos da los suficientes elementos para entender en qué consiste esa configuración con el Señor que se va a operar en la ordenación de José Ricardo y Luis Ignacio.

Jesús sabía que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”. Jesús tiene conciencia clara de los últimos acontecimientos de su vida, sabe para donde va y cuál es su misión. Sabe que su origen y la meta de su itinerario es el Padre.  Y está dispuesto y deseoso de llevar a término su éxodo personal y definitivo, del cual depende la salvación de la humanidad. Ese paso se hará mediante la cruz, el momento nuclear en el que Jesús entregará su vida como servicio salvador del hombre.

Aquí hay, Luis Ignacio y José Ricardo, un elemento esencial de la vocación, de su vocación. Deben tener conciencia plena de lo que buscan, a lo que quieren responder, o mejor, Al que le quieren responder; claridad de la misión como diáconos, el camino a recorrer y deseosa disponibilidad a recorrerlo. Aquí no hay casualidades, ignorancias, desentendimientos… Están aquí porque tienen claridad absoluta, libertad absoluta y disponibilidad absoluta.

Y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. El amor de Jesús por los “suyos” ha sido evidente mientras ha estado con ellos, pero resplandecerá de modo eminente en su muerte: máxima prueba de amor (hasta las últimas consecuencias). Los “suyos” de Jesús son los mismos “suyos”: les toca “amar a los que Jesús les manda amar, que son suyos”, y no con cualquier “amorcito” recortado, sino con un amor hasta el extremo de sus fuerzas.

Con plena conciencia de su identidad y de su completa libertad Jesús se dispone a cumplir el grande y humilde gesto del lavatorio, con el que quiere mostrar simbólicamente ese amor extremo entregado por la salvación de todos.

Es un gesto que encierra un misterio muy grande, que se realiza en medio de una cena que es expresión de comunión. Jesús refuerza los vínculos de comunión con sus discípulos (a los que ha amado), y quiere transmitirles el amor más grande. Todo lo que Jesús hace proviene de la misma comunión con Dios; en cambio Judas traiciona movido por el diablo. Es bueno también tener claro desde quien vivimos, desde quien actuamos.

Encontramos en el “lavatorio” un amor expresado en movimientos: levantarse de la mesa, quitarse el manto, amarrarse la toalla, echar agua en el recipiente, lavar los pies, secar los pies.  Es un gesto solemne, destinado a quedar impreso en el corazón y en la mente de sus discípulos (y los de todos los tiempos) y para que se retenga un mandamiento que no debe olvidarse.

El gesto cumplido por Jesús, el Maestro y el Señor, intenta mostrar que el verdadero amor se traduce en acciones tangibles de servicio.

“Quitarse el manto” (despojarse), evoca el misterio de la muerte y la resurrección del Señor; expresa el significado del don de la vida. Jesús se comporta como un servidor (esclavo), ya que su muerte es precisamente eso: un acto de servicio por la humanidad.

El lavatorio explica lo que ocurre en el calvario. El amor de Dios que se humilla, se pone al alcance y a disposición de todo hombre. Celebren este amor extremo del Señor por los suyos, Ignacio y Ricardo, en la Eucaristía, para que aprendan del Maestro el servicio pleno hacia sus hermanos.

San Pedro tiene la dificultad de entender la lógica del amor de su Maestro. Lo llama “señor”, título que reconoce en Jesús un nivel de superioridad que choca con el “lavar” los pies, una acción que compete a un sujeto inferior. Pedro no quiere aceptar la igualdad que Jesús quiere establecer con él mismo (discípulo) y todos los hombres. La mentalidad de Pedro es la de “cada loro en su estaca”, cada cual en el papel que debe cumplir; los de arriba, arriba y los de abajo, abajo. No es posible, para Pedro, que Jesús abandone su posición de superioridad para hacerse igual a sus discípulos.

Pedro se escandaliza de la actitud de Jesús. Ese escándalo pone en evidencia la distancia entre su modo de ver las cosas y el modo como las ve Jesús (Pedro considera que es indigno del maestro actuar así). ¡Pedro está lejos de comprender qué cosa es el verdadero amor! Y estaría negando el servicio de amor en la cruz, el amor capaz de humillarse. Estaría rechazando la esencia de Dios, un Amor que no excluye a ninguno (ni siquiera a Judas) y negando el verdadero sentido de la comunidad cristiana, basada en una relación fraterna de igualdad.

Pedro lo comprenderá todo a la luz de la Pascua. El lavatorio es un comentario brillante al misterio de amor “purificador” de la pasión, que hace capaces a los discípulos de amar en perfecta unión con Dios. Así podrá Pedro tomar parte en el destino de Jesús y hacerse como Él, siervo de la humanidad. Ustedes, José Ricardo y Luis Ignacio, se los recordé desde el inicio, serán configurados con Cristo, el Siervo de Dios por excelencia. No pueden tener la distorsión inicial de Pedro, sino la seguridad de que el amor se manifiesta en el servicio. Sólo así podrán compartir la amistad con Jesús.

Comprenden lo que he hecho con ustedes… Si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, ustedes deben hacer lo mismo con los demás. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes”. Jesús pretende dar a su gesto un carácter de ejemplaridad, de validez permanente para su comunidad y al mismo tiempo dejar en ella un mandamiento que deberá regular para siempre las relaciones fraternas.

Con su gesto Jesús intenta demostrar que cualquier asomo de dominio o prepotencia sobre el hombre no está de acuerdo con el modo de obrar de Dios, quien, por el contrario, sirve al hombre para atraerlo hacia sí. En la comunidad de Jesús, cada uno está al servicio del otro. En la libertad del amor todos se vuelven “señores” en tanto que servidores.

Jesús es el Maestro y el Señor, no en la línea de dominio, sino como siervo que da libremente su amor a todos. La praxis del discípulo será, entonces: humillación en los servicios -a veces despreciables a los ojos del mundo- para dar vida en abundancia a los humillados de la tierra. El amor se expresa en el servicio, en dar la vida por los demás como Jesús lo hizo.

Sólo el reconocimiento del gran amor con el cual hemos sido amados, podrá hacer madurar nuestras actitudes de perdón y servicio con todos los que nos rodean. Su vocación al sacerdocio, José Ricardo y Luis Ignacio, no puede ser otra cosa que respuesta al amor grande de Dios hacia ustedes: “Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre”. Ustedes no se pueden entender sino inmersos en esa misericordia y fidelidad de Dios y sólo se pueden entender “saliendo de sí mismos” en una disponibilidad de servicio.

Jesús les pide lo imiten para que a través de los servicios humildes de amor a los hermanos puedan transformar el mundo y ofrecerlo al Padre en unión con su ofrenda en la Cruz. Esa es la manera como se entiende ser sacerdote.

La figura de Jesús, con la toalla amarrada como delantal, es la que debe quedar gravada en su vida como diáconos, como signo inequívoco de su actitud de servicio como atributo permanente.

A ustedes, queridos diáconos José Ricardo y Luis Ignacio, en razón de su ordenación, les toca de manera cualificada ser imitadores de Jesús, que se agacha para lavar los pies a los hermanos.

Jesús es su único Maestro, escúchenlo; Jesús es su único Señor, imítenlo.

+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo de Sonsón – Rionegro

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