Ordenación Sacerdotal
Yeisson Duván Aristizabal González «Lo ungió con óleo santo, hizo una alianza eterna para que sirva a Dios como sacerdote y bendiga al pueblo en su nombre» (Eclo 45, 15)
Duván Ferney Zuluaga Ramírez “Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad” (Salmo 39)
El Santuario – noviembre 23 de 2017
Eclo 45, 4-7.15-16. Salmo 39. Juan 13, 1-15
Muy querida asamblea litúrgica reunida en la alegría de ser testigos de la Ordenación presbiteral de Duván Ferney Zuluaga Ramírez y de Yeisson Duván Aristizal González, dos hijos más de esta tierra que se enorgullece de llevar la delantera, en la Diócesis, en aportar sacerdotes a la Iglesia. Podemos decir, que El Santuario, es un santuario de vocaciones; y si lo es, es porque también es un santuario de la fe y un santuario de la familia. Agradezcamos lo que somos, pero comprometámonos a mantener y fortalecer los grandes valores que nos han dado identidad y nos ha reportado tan buenos frutos.
La primera lectura, hablándonos de Moisés, lo llama “amado de Dios y de los hombres”, y que Dios lo elige entre todos los vivientes. Nos da a entender el cariño de Dios por Moisés para escogerlo y hacerlo su “voz” y tener con él un trato de amigo. Nadie se acercó a Dios con tanta confianza para tener con Él una relación “cara a cara”.
Toda vocación es un misterio de amor. En cada elegido por Dios, hay una carga de “mimos”, una predilección. A ustedes, Yeisson Duván y Duvan Ferney, Dios los ha amado (esa es su esencia) y porque los ha amado, los ha llamado. Ustedes “son bien vistos por Dios”, esa mirada enamorada propia del amor que se comunica y se comparte. Es necesario entender el sacerdocio como una participación en el mismo amor de Dios, amor que previamente los ha seducido, los ha envuelto, los ha conquistado. Mientras más fuerte es la certeza de haber sido amados, tanto más radical es la entrega que ustedes prometen hoy al Señor y a la gente. Lo que hoy se concretiza en su ordenación es el encuentro de esos dos amores, el de Dios y el ustedes.
El sacramento del Orden que hoy celebramos, está prefigurado desde el Antiguo Testamento. Dios “puso a Moisés y Aarón al frente de su pueblo, para gobernarlo y santificarlo”. Aarón fue consagrado sacerdote, ungido con óleo santo en favor de su pueblo, para bendecirlo.
Pero fue, “en la plenitud de los tiempos”, cuando “Dios envió a su Hijo, Jesús” como el gran sacerdote, de la nueva y eterna alianza, el “ungido por el Espíritu”, penetrado totalmente por el Espíritu de Dios, dotado del Poder de Dios, para “ofrecerse al Padre como sacrificio sin mancha” y cumplir su misión: “de anunciar la buena noticia a los pobres, anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos… pare vendar los corazones desgarrados, para consolar a los afligidos”.
“Él no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión” (Prefacio).
A ustedes, queridos Yeisson y Duván, el Señor les participa de su sacerdocio santo y hoy van a recibir el mismo Espíritu que ungió a Jesús, lo consagró y envió.
Desde este momento, absolutamente no se pertenecen. Dentro de unos minutos el Espíritu Santo los va a transformar en el mismo Cristo Jesús, para ser uno con Él, para pertenecer sólo a Él. El verdadero amor es exclusivo, pide un corazón sin divisiones, que no tenga más “señores”. Que el amor de Dios y el de ustedes se fundan en uno solo para que puedan “amar como Él nos ha amado”.
El amor de Dios en Jesús es el paradigma del amor sacerdotal; el sacerdote, como Jesús, debe mostrar el rostro del amor de Dios, el rostro de su ternura y compasión.
Para todos existe una sola vocación, la vocación sublime del amor. Todo bautizado está llamado a dejarse amar y amar, todos los esposos están llamados a recibir amor y dar amor; todos los hermanos en la fe deben amarse con un amor mutuo. Con mayor razón la vocación sacerdotal de ustedes, Duván Ferney y Yeisson Duván, es también una vocación al amor. Todo su ser se pone a disposición del amor a Dios y a los hermanos. Todo su ser: su mente y su corazón, sus sentidos internos y externos, sensibilidad e inteligencia, cuerpo y alma, sexualidad y emotividad, recursos y proyectos, elecciones y renuncias. Si ponen todo su ser, su alma y su corazón en función del amor, tienen garantizada la fecundidad y la alegría de su vida sacerdotal.
El sacerdote se puede definir como el primero (el que lleva la delantera) que vive ante Dios y ante los demás en una actitud de amor. “Amigo de Dios y de los hombres” como dice una conocida canción. “Presiden a tu pueblo santo en el amor” (prefacio), “campeones del amor”. Es el hombre que se niega a sí mismo para sólo amar a Dios y amar a los hombres, sus hermanos, con un amor puro, gratuito, desinteresado. Ese amor que sólo Dios puede inspirar y que comunica en la unción del Espíritu para optar siempre por lo bueno, lo verdadero y lo bello.
El amor es siempre concreto, tiene que estar traducido en gestos de acogida, perdón, gratuidad, ternura, benevolencia, servicio, sacrificio, pasión, serenidad, solidaridad, martirio.
“El Maestro y el Señor” es el mejor modelo. Jesús tradujo, en un momento solemne cuando “sabía que había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre” en un gesto, el de lavarle los pies a sus discípulos, “su amor a los suyos, que llegaría hasta el extremo”. Gesto que resume, junto con el pan partido y el vino de la última Cena, el amor que salva.
A ustedes les toca amar a los “suyos”, que son del Señor, pero que él pone a su cuidado de pastores, que están en el mundo: las personas y comunidades con las que trabajen. El problema del mundo es la falta de amor. Hay mucha indiferencia, insensibilidad, egocentrismo. El sacerdote debe ser presencia viva del amor de Dios, amor encendido en medio del tedio, la oscuridad, la frialdad y la desesperanza. “Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes”. Se ordenan, no para estar en un pedestal, no para estar por encima de nadie, pero si al servicio de todos. A la manera de Jesús, que se ciñe la toalla, que se pone el delantal, que se agacha. Agacharse para tocar “la carne herida” de la historia y de las personas, para acortar distancias, para escuchar mejor a los que están abajo, para dar la mano y levantar.
Duván y Yeisson, cuiden su vida espiritual, para que puedan permanecer en el amor del corazón de Jesús, con el cual se configuran en este día. Para que no se apague el “fuego del amor” necesitan de una comunión íntima y permanente con el Señor Jesús; Él es el amor vivo del Padre, la misericordia de Dios encarnada en gestos de compromiso cercano.
“Sobre las espaldas de los sacerdotes frecuentemente pesa la fatiga del trabajo cotidiano de la Iglesia. Ellos están en primera línea, continuamente circundados de la gente que, abatida, busca en ellos el rostro del pastor. La gente se acerca y golpea a sus corazones” (Francisco a los obispos). A esa fatiga se pueden unir nuestra debilidad, pequeñez, duda e impotencia. Dios nos quiere “con una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y aún nuestras fatigas” (Francisco, en la macarena) y nos recomienda:
“Cuando no puedan dar ni darse, mendiguen, mendiguen en la oración, para que tengan algo que ofrecer a aquellos que se acercan constantemente a sus corazones de pastores” (Francisco a los Obispos).
Yeisson Duván y Duván Ferney: que por el ejercicio de su ministerio lleguen a ser “amados de Dios y de los hombres”, como Moisés. No para ser ensalzados ustedes, sino para que Dios sea glorificado en ustedes y muchos hermanos lleguen a Dios a través de ustedes.
Que, como Aarón, sean sacerdotes del Señor para su pueblo, para que ofrezcan en su nombre el sacrificio, para que lo bendigan y, por él, eleven sus oraciones como suave incienso.
María Virgen, la incondicional servidora del Señor, sea la Madre sacerdotal, celosa protectora de sus vidas entregadas al Señor.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo de Sonsón – Rionegro