Marzo 30 de 2019
Catedral de Rionegro
Ordenación sacerdotal de:
Edwin Andrés Quintero Clavijo, Manuel Alejandro Garcés Restrepo, John Edward Cotrina Espinosa, León Darío Castañeda Osorio, Oscar Arley Giraldo Ramírez, Juan David Carmona Jaramillo, Sebastián González Giraldo, Jorge Leonardo Guerra Guerra, Daniel Alberto Quintero Salazar.
Is. 43, 1-5; Salmo 138; 2Cor 4, 1-11; Juan 17, 20-26
Muy queridos hermanos,
Venimos hoy a esta celebración, agradecidos con Dios por estos nueve nuevos sacerdotes que enriquecerán la vida de la Iglesia local y la Iglesia universal. Y no podemos ocultar nuestro regocijo, el de toda la Diócesis, por este acontecimiento, que lo viven de modo especial cada uno de ellos, sus familias, sus benefactores, la comunidad formativa de los seminarios, las comunidades parroquiales donde trabajan y han trabajado.
El Documento de Aparecida describe al sacerdote como un “discípulo enamorado del Señor” (N° 201). Ustedes: Edwin Andrés, Manuel Alejandro, John Edward, León Darío, Oscar Arley, Juan David, Sebastián, Jorge Leonardo y Daniel Alberto, están hoy aquí, porque están enamorados. Nadie se entrega con gran ilusión, con total decisión y pletórico de alegría, si no está enamorado.
La acción de Dios:
En este día de su compromiso sacerdotal, tienen que reconocer que han sido seducidos y que sólo entienden la fascinación de lo que viven desde la acción de Dios. Dicen que los detalles son los que enamoran. Por eso la canción: “Que detalle Señor, has tenido conmigo, cuando me llamaste, cuando me elegiste, cuando me dijiste que tú era mi amigo”.
La Palabra proclamada indica esa atrayente acción de Dios para con sus elegidos.
“Te he llamado por tu nombre”. Nada suena tan sonoro y agradable como cuando pronuncian mi nombre. Es una llamada personal. Ustedes son nueve, pero cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Y Dios puede pronunciar su nombre porque los conoce: “Señor tú me sondeas y me conoces… Todas tus sendas te son familiares” (Salmo responsorial). Nadie ama lo que no conoce. Dio nos conoce, nos ama y nos llama, con una garantía: así como somos.
El sorprendente llamado de Dios generalmente desconcierta el corazón del hombre, porque pone en discusión su vida, sus planes, sus esperanzas. La propuesta de Dios de participar en su proyecto de vida y salvación junto con” la promesa de una alegría capaz de llenar nuestras vidas” me enfrenta a una decisión. Y a cada uno lo pone en aprietos, lo reta a poner en juego lo mejor de sí.
Y, sobre todo, porque lo hace con un infinito respeto hacia el ser humano. No se puede interpretar ni vivir la llamada del Señor como una intromisión de Dios en nuestra libertad, como algo que nos “acorrala” o se nos impone como una carga molesta. Es una iniciativa amorosa de Dios que viene a nuestro encuentro y nos propone algo grande por lo que vale la pena vivir y comprometerse con pasión. Eso enamora.
En María se da el caso más claro de este diálogo vocacional: ella “escucha” con atención; “pregunta” ante lo excepcional del anuncio, sin exigir pruebas. Recibe la explicación y se entrega totalmente al plan de Dios (Papa Francisco). Ella pasó de la sorpresa a la admiración contemplativa, y de ahí al “sí” que se entrega sin condiciones. Disponibilidad total.
Abrasar la propuesta de Jesús requiere el valor de arriesgarse a decidir. “Quisiera despertar el ánimo de atreverse a decisiones para siempre: sólo ellas posibilitan crecer e ir adelante, lo grande de la vida; no destruye la libertad, sino que posibilitan la orientación correcta” (Benedicto XVI).
La pasión del sacerdote, su enamoramiento, nace entonces de escuchar a Dios, de la experiencia de haberse sentido mirado con respeto y llamado por su nombre.
Ustedes, cada uno, al comprender todo esto, den gracias con el Salmo: “Te doy gracias porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras”.
Pertenencia al Señor:
El verdadero amor se hace exclusivo, aunque no excluyente. El sacramento del Orden sella esa alianza de amor entre el Señor, que los quiere configurar consigo y ustedes que con plena conciencia le quieren decir “sí” incondicionalmente. Hoy sellan un compromiso de enamorados que se declaran amor para siempre.
Se entiende entonces esa expresión de Dios (en la primera lectura) hacia su pueblo que ha llamado por su nombre: “Tú eres mío”. Ustedes, cada uno, en cada respuesta afirmativa al interrogatorio que vendrá enseguida están diciendo: Si Señor, yo acepto: te pertenezco.
Están aceptando (segunda lectura), que el ministerio que reciben “lo tienen por gracia de Dios” y por eso no se pregonan a sí mismos, sino que “proclaman a Cristo Jesús como Señor”. Predicar a Cristo el Señor no es un privilegio, sino una responsabilidad de pertenencia: “Ay de mí, si no evangelizo”.
Ustedes dicen “sí” en su ordenación y ya le “pertenecen a Dios”, se consagran a Él. Así toda su vida se convertirá en un camino para hacer lo que Dios “quiera” y no lo que ustedes quieran. Decir “sí” es ser libre para Dios y abandonarse en Él. Dios es absolutamente confiable; como Dios confía en nosotros. Es un pacto de caballeros, en el que Dios con seguridad no falla y espera su fidelidad. Introyecten este compromiso: ¡No le voy a fallar al Señor, no le puedo fallar al Señor!
El sacerdote, ser para los demás:
Si somos del Señor, somos para las cosas del Señor. El que con gran disponibilidad acoge a Dios, se convierte en instrumento de su obra. “Y nosotros somos servidores de ustedes por Jesús”.
Ser sacerdote no es una dignidad para sí mismo. El Señor los llama, los consagra (los hace suyos) y los envía. Son ordenados para ser destinados a los demás, a la comunidad, al mundo. Los necesita el Señor para “salir”, para ser misioneros. El que se encierra se descompone; el que se busca a sí mismo, se pierde. El que se esconde, saca disculpas y evade de alguna forma la misión, contradice groseramente su consagración al Señor. No se escoge el lugar, ni las condiciones, ni el tipo de personas con quien trabajar. Deben estar disponibles para todos, cuando sea, y como sea.
Porque su razón de ser son los otros, aquellos por los cuales pide Jesús en el Evangelio: pido “por los que crean en mí por la palabra de ellos”. Ya el Señor ha pedido anticipadamente por todos los que ustedes van a encontrar como sacerdotes. No le nieguen a ninguno de ellos la posibilidad de encontrarse con su Salvador.
El ministerio como irradiación de luz:
“El mismo Dios que dijo: brille la luz en medio de las tinieblas, es el que se hizo luz en nuestros corazones, para que se irradie la gloria de Dios tal como brilla en el rostro de Cristo”.
Aparecida, después de decir que el sacerdote es “un discípulo enamorado del Señor”, agrega que es un “ardoroso misionero” (N° 201). Arder como fuego e iluminar a los demás, es una buena síntesis de una existencia sacerdotal.
El Papa Benedicto exhortaba: “Tengan la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor de Cristo”. La vida sacerdotal debe hacer brillar con nitidez a Aquel que es la Luz del mundo y los demás puedan reconocer y alabar, por sus obras, la gloria de Dios.
La luz siempre es expansiva, difícil de retener y de esconder. El sacerdote es uno que ha sido “iluminado para iluminar”. No sean una lámpara debajo de la cama.
Esa luz se nutre de la Palabra, de la meditación, de la Eucaristía, de la adoración. Pero se expresa en la predicación, en el celo pastoral, en la disponibilidad de servicio, en una palabra: en la caridad, como don total de la propia vida.
El ministerio al servicio de la comunión:
“Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado”.
El Señor pide también por todos los que ustedes van a evangelizar. Son ordenados para que muchos crean por su palabra y testimonio.
Jesús pide que esos que predican y esos que creen logren la unidad y esta unidad evangelice. Se preocupa por la unión que debe existir en las comunidades creyentes. Unidad que no es uniformidad sino permanecer en el amor, pese a las diferencias y a las tensiones. Es el amor el que unifica al punto de crear entre todos una profunda unidad, como aquella que existe entre Jesús y el Padre. Por medio del amor entre las personas, las comunidades revelan al mundo el mensaje más profundo de Jesús.
“A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pedirles especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo se cuidan unos a otros, cómo se dan aliento mutuamente y cómo se acompañan. En esto conocerán que son mis discípulos (Jn 13,35)” (E.G. N° 99). “Miren cómo se aman”.
Ustedes, como sacerdotes, tienen que ser hombres de unidad. Favorecer la fraternidad presbiterial y ser factor de comunión entre los fieles. Diariamente tienen que estar creciendo en unión con los demás. Pero esta unidad va a depender de su unión con Jesús. Sin alimentar la unidad con Jesús no será posible la unidad eclesial.
Si la unidad favorece creer, el antitestimonio de las divisiones crean alejamiento e incredulidad. Siempre será trágica la división en el seno de una comunidad cristiana.
Ustedes, en su ejercicio sacerdotal no pueden permitir que las preferencias, las antipatías, las roscas, los celos, las envidias, las venganzas, las rivalidades aniden en su corazón o en el de sus fieles. Y menos deben ser los que motiven divisiones y enfrentamientos. Triste espectáculo sacerdotes peleadores y disociadores y gran obstáculo para la evangelización. El Papa Francisco, se hace este cuestionamiento: “A quiénes vamos a evangelizar con estos comportamientos?” (E.G. N° 100).
“Llevamos este tesoro en vasos de barro”
Ustedes reciben hoy el don inmenso del presbiterado: acéptenlo como un “gran tesoro”, nada menos participar del único Sacerdocio de Jesucristo y de su obra redentora. “No tenemos otro tesoro que éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios en la Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos” (Aparecida, N° 14).
Ante un ministerio tan grande, no pensemos que todo se debe a que somos superiores, los de más méritos y los menos pecadores. El Señor sabe de que barro estamos hechos, igual que todos. Pero el Señor en su misericordia, a nosotros, pequeños y pobres, nos ha hecho partícipes de esta gracia inmensa.
Somos vasijas de barro, que no nos podemos fiar de nuestras frágiles fuerzas en el ejercicio ministerial, sino sólo de la gracia de Dios. Para que quede claro que “esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”.
Esta convicción la van a expresar también en las respuestas al interrogatorio que vendrá enseguida. Dirán primero: “si estoy dispuesto”, “si lo haré” y finalmente: “Si, quiero, con la gracia de Dios”. Si quiero, confiando en Dios. Es la expresión humilde del recipiente de barro y la confianza en Aquel que dice: “Sin mí, nada pueden hacer”.
“Acceder a las sagradas órdenes no se ha de hacer si no buscando decididamente la santidad” (S. Gregorio Magno). La santidad, queridos ordenandos, es su mejor colaboración con la Iglesia. Nos dice el Papa: A la Iglesia, nuestra madre, “también debemos amarla cuando descubramos en su rostro las arrugas de la fragilidad y del pecado, y debemos contribuir a que sea siempre más hermosa y luminosa, para que pueda ser en el mundo testigo del amor de Dios” (Francisco – mensaje oración por las vocaciones 2019).
Termino como empecé llamándolos enamorados. Es que no hay mayor gozo que entregar la vida por el Señor, el gozo del enamorado.
“Les pido pasión, pasión evangelizadora; tener pasión de joven enamorado” (Francisco). Sin esa pasión, la misión languidece y el sacerdocio se convierte en una simple tarea.
Ninguna como María, enamorada de Dios y de los hombres, para ser testigo y apoyo de la entrega que hoy le hacen al Señor y a la Iglesia.
Amén.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón – Rionegro