Pentecostés Diocesano
Rionegro, mayo 14 de 2018
“Con la fuerza del Espíritu la Iglesia nace, crece y se renueva”.
La realidad maravillosa de Pentecostés:
En Pentecostés celebramos la fiesta de la Iglesia, la fiesta de la alegría de la Iglesia porque el Crucificado-Resucitado cumple su promesa de quedarse con ella para siempre.
Entonces, el Espíritu Santo es el “hoy” permanente de la Iglesia; el respiro permanente de la fe.
El Pentecostés de San Juan:
San Juan coloca el acontecimiento de Pentecostés en el mismo día de la Resurrección del Señor. Así se pone en evidencia la estrecha relación entre Cristo Resucitado y el Espíritu Santo… Será en adelante el Espíritu del Resucitado.
En una acción solemne, Jesús sopla sobre ellos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo”. Así se manifestó el Espíritu como aliento de Jesús, aliento vital y vivificante, para ser la savia, el alma, el aliento de la Iglesia.
El Espíritu suscita dos movimientos básicos: pasar del miedo a la alegría, pasar del encerramiento al sentirse enviados. La experiencia de la presencia viva del Resucitado inicia en los suyos un nuevo itinerario radicalmente transformado y transformador.
Por eso decimos que con el Espíritu nace la Iglesia. Jesús se nos regala, se hace don en forma de Espíritu… Comienza la Iglesia, la era del Espíritu. Con Pentecostés comienza la misión de la Iglesia, para que se haga realidad el proyecto del Resucitado: que su mensaje de salvación llegue hasta los confines del mundo.
La Iglesia es obra del Espíritu Santo y por eso perdura. Es el mismo Viviente que acompañará a la Iglesia hasta la consumación de la historia. Lo que es mera construcción humana desaparece, se destruye.
Acción interna del Espíritu Santo:
El Espíritu Santo no actúa de afuera para adentro. Actúa en la vida de la Iglesia en sentido contrario: de adentro hacia afuera.
Es Espíritu Santo es una realidad interior. Cuando se despierta el Espíritu Santo de Dios en una persona empieza a vivir “por la fuerza del Espíritu Santo de Dios”, y podrá dar mucho fruto.
El Espíritu es ese soplo divino de la vida. Esa presencia divina que no podemos agarrar con nuestras manos pero que sentimos y experimentamos dentro de nosotros. Es refresco de Dios para nuestros corazones. Es ese “aroma” de “amor, alegría y paz, de paciencia, de amabilidad, de bondad y de dominio de sí mismo” (Cf. Gal 5,22s), de perdón, que nos trae de los jardines del corazón de Dios.
Hemos recibido al Espíritu Santo en el bautismo y nos hemos transformado en templos vivos de su presencia, para dejarnos conducir por Él y, para sentirnos movidos a testimoniar y anunciar “las maravillas de Dios” entre nuestros hermanos.
Protagonismo del Espíritu:
San Pablo nos refiere la acción protagónica del Espíritu en la vida de la Iglesia y de cada creyente en particular. El Espíritu es el motor que mueve a los cristianos a edificar la Iglesia en la unidad conservando la diversidad. Todos los variados carismas están al servicio de la comunión del Cuerpo de Cristo. Todo lo que el Espíritu Santo provoca y realiza en la vida del bautizado, es para bien común, para el servicio de todos.
El Espíritu es el gran factor de la unidad. Nos capacita para construir la comunidad acogiendo a todos como hermanos y hermanas. Todo lo que signifique entendimiento, acercamiento, diálogo, reconciliación, proviene del Espíritu. Él es la lengua común, la mesa del encuentro, el abrazo de la comunión, el consenso comunitario, la cita para el diálogo…
La acción del Espíritu en el corazón del discípulo es la que hace surgir la confesión de fe y la proclamación de Cristo como Salvador. Nos hace reconocer a Jesús como Señor de nuestra vida.
Y si permite profesar la fe en Jesús, también es el que hace vivir la vida cristiana con coherencia. Sin el Espíritu del Resucitado no podemos vivir en la en la lógica del Evangelio, en un amor desbordado, en un amor de locura. Él hace que nuestras actitudes, palabras y gestos, decisiones y acciones sean cristianos.
Es el motor que impulsa, acompaña e inspira la misión universal. Es el que empuja y motiva a miles de misioneros para seguir anunciando el nombre de Jesús. Es el que imprime el profetismo en la misión que nos arranque del pasado nostálgico y de aferrarnos a lo “que siempre se ha hecho”.
Todo testigo, todo apóstol de todos los tiempos, ha de ser persona llena del Espíritu Santo.
La Paz y la alegría:
Jesús saluda a sus discípulos con la paz y ellos se llenan de alegría.
La presencia del Resucitado en la comunidad se manifiesta a través de una paz verdadera y una alegría completa. La paz y la alegría son una “marca” de los discípulos habitados por el Espíritu de Jesús.
El don del Espíritu es continuación de la obra liberadora del Resucitado: el perdón de los pecados; es la oferta de paz y renovada alegría a los corazones heridos y dañados por las faltas de amor. Es camino de reconciliación para las relaciones distanciadas y quebradas. Es manifestación de que el reinado de Dios y su justicia ya están en medio del mundo.
Desde el Bautismo hemos recibido el Espíritu Santo y desde ese momento estamos capacitados para vivir la alegría y la paz de Dios. ¿Somos personas en paz y portadoras de paz? ¿Somos capaces de reconciliarnos y reconciliar? ¿Hemos aprendido la lección del perdón? ¿La paz y la alegría se han instalado en nuestras relaciones, acuerdos, discernimientos y acciones?
Los tocados por el Espíritu son hombres pacificadores, irradian paz, tienden puentes, facilitan la solución de los conflictos con el diálogo y la comprensión o el perdón.
Signos de Pentecostés:
Los signos de Pentecostés: lenguas de fuego, luz, viento fuerte, ruido impetuoso, ya insinúan la acción transformadora del Espíritu Santo en la Iglesia y los creyentes. Fuerza de Dios, dinamismo, presencia: ¡El Espíritu Santo de Dios!
Son signos que manifiestan que la acción del Espíritu es dinámica y permanente. Así ha sido a lo largo de la historia de la humanidad: desde la creación, cuando aleteaba sobre las aguas originales; cuando lo insufló en las narices del ser humano para comunicarle la vida. Y el Salmo Responsorial nos habla de la acción protagónica del Espíritu que crea y da vida y renueva la faz de la tierra.
Es ese fuego divino que calienta nuestras vidas; da calor a los corazones fríos y a las voluntades indecisas. Y es ese mismo fuego que nos hace ardorosos misioneros del Reino, que nos sacude, nos saca de nuestros egoísmos y nos lanza por todas partes, hasta los confines del mundo a dar testimonio del Resucitado.
El Espíritu Santo pone fuego en los apóstoles para que salgan de su encierro y actúen; pone pasión por el reino de Dios, por la obra del Maestro; y pone una lengua común, la misericordia y el amor.
Es el fuego que purifica nuestros corazones de todo egoísmo, orgullo, individualismo y exclusivismo.
Es la luz que ilumina nuestras oscuridades interiores y nuestras dudas e indecisiones. Ilumina nuestros caminos, tantas veces errados, a veces cansinos, y anima nuestra esperanza.
Es el viento que no se ve, pero se siente golpear en nuestro rostro. Es el viento de Dios que empuja a la Iglesia a lanzarse mar adentro, aún en medio de las dificultades; a salir de sí misma, a dejar sus falsas seguridades y arriesgarse en esa nueva creación que es la obra de Dios en cada día.
Es el viento que refresca en los días de bochorno; es el viento que siendo el mismo, es siempre nuevo, que nos trae cada día la novedad de Dios, las sorpresas de Dios. Que en el Espíritu sintamos que soplan nuevos y buenos vientos de paz, de amor, de perdón, de renovación, de vida nueva… Son los vientos del Espíritu, vientos nuevos para la Iglesia.
Se vale de nosotros:
El Espíritu Santo se quiere valer de nosotros para su obra creadora y vivificante, para su acción santificadora y evangelizadora. Él es el protagonista de la vida de la Iglesia, que quiere hacernos protagonistas en nuestra historia actual. Él es la fuente de energía que pone en marcha nuestra propia energía.
El arquitecto de la Iglesia es el Espíritu Santo. Somos colaboradores de este arquitecto. Pero tenemos que conocer los planos y obedecer sus indicaciones. Tenemos que aprender su lenguaje, el lenguaje del amor, que nos hace sintonizar con los hombres de todas las culturas y razas. No podemos edificar a nuestro antojo; toda armonía surge de ese guía y conductor. Cuando se tienen criterios personales, surgen la división y las iglesias de garaje, la religión como moda.
Por el Espíritu fueron hechas y se hacen todas las cosas, todo lo conserva y todo lo vivifica. Y su acción hace de nosotros “creadores”, para que colaboremos con Dios en su obra. Cuando conservamos y defendemos la naturaleza, colaboramos con el Espíritu. Por el contrario, cuando destrozamos la naturaleza, ponemos triste al Espíritu. Y eso mismo sucede con la lucha a favor de la justicia y la solidaridad humanas. Si defendemos la justicia y la libertad, colaboramos con Él, somos hombres espirituales. Donde hay Espíritu hay libertad. Si cometemos injusticias y esclavizamos a los demás, extinguimos el Espíritu.
El Espíritu lidera todas las grandes causas: la verdad, la justicia, la unidad…
Nos cerramos a la acción del Espíritu:
Cerramos la posibilidad al Espíritu de ser la acción de Dios en nosotros, cuando nos encerramos en nuestros propios egoísmos, orgullo, mezquindad.
Si nos sentimos apagados, descoloridos y desalentados: ¡Pidamos el Espíritu! Si vivimos tiempos de sequía, de desierto, de mediocridad y de crisis: ¡Pidamos una lluvia de Espíritu, un bautismo en el Espíritu!
Nos decía el Papa Pablo VI: “¡Pidamos una lluvia de carismas para hacer fecunda, hermosa y maravillosa a la Iglesia!”.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón-Rionegro
[su_youtube_advanced url=»https://youtu.be/5rVh1HCxpv4″ width=»700″ height=»420″ rel=»no»]