Reunión General del Clero 2018
Seminario Diocesano Nuestra Señora
Marinilla – noviembre 14
Textos del miércoles de la semana 32° del tiempo ordinario, año par: Tito 3, 1-7 – Lucas 17, 11-19.
Queridos hermanos sacerdotes,
Pongamos en manos del Señor este encuentro que debe favorecer nuestra hermandad, nuestra formación permanente y avivar nuestra conversión personal y comunitaria y nuestro compromiso colectivo de renovación de la vida cristiana en todos los estamentos de nuestra Diócesis.
Nos centramos en la Palabra que Dios acaba de comunicarnos.
El “camino” en el evangelio de Lucas es más que un sendero físico. Es el escenario que provoca encuentros, suscita peticiones de otros caminantes y posibilita la actuación de Jesús: hechos de fuerza salvadora que se muestran rebosantes de Dios, ante las necesidades humanas.
Es que en su caminar (que lo ha llevado desde el Padre a nosotros), Jesús, siempre en movimiento (no se queda quieto), todo lo toca con su mirada y con su actuar de amor y misericordia.
Conoce todos los recorridos de la experiencia humana, se pone en contacto con las periferias humanas, y se detiene ante ellas. En los leprosos del texto evangélico, también nos alcanza a nosotros con su acción dinámica y llena de energía salvadora. Entra en nuestra historia, se hace próximo, amigo, e interviene.
En el camino aquellos leprosos ejercieron la oración de petición. Es una oración modelo: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Una oración intensa, confiada. Oración que pide misericordia. Es un grito del corazón, una oración con mucha fuerza interior, que se aferra a la última solución a su mal.
Que la oración de súplica, al inicio de la misa, nos salga espontánea: “Señor, ten piedad”. Es que somos débiles y pecadores, sufrimos diversas clases de lepra.
Los leprosos eran unos marginados de la sociedad. Como enfermos, llevaban signos ominosos, visibles y obligatorios, que los hacían despreciables para otros (ej. Llevar una campana en el cuello para hacer sentir su presencia y la gente sana pudiera guardar la distancia). Para no contaminarse, les tiraban la comida de lejos. Un leproso equivalía casi a una persona muerta, imposibilitado de la relación con Dios y con los demás.
Este grupo de 10 leprosos son una comunidad heterogénea, viven juntos judíos y por lo menos un samaritano, que era un extranjero.
Cuando los judíos que vivían en Galilea peregrinaban a Judea, al templo de Jerusalén, tenían que bordear el territorio de Samaria situado justamente entre ambas provincias, para evitar conflictos, pues judíos y samaritanos no se podían ver.
A estos, que no se podían ver, los unió el desprecio de la sociedad frente a su enfermedad, su marginación y soledad; el rechazo compartido los movía a superar el racismo. La desgracia los había hermanado, dejando de lado la nacionalidad.
Jesús atiende su oración, tuvo compasión de ellos y los curó. Su cercanía a ellos, rompe toda separación.
Los envió a presentarse a los sacerdotes quienes, según la ley, verificarían la sanación y les daría de alta para regresar a sus familias. Hasta ahí, todos le hicieron caso a Jesús.
La fe:
Sólo uno, precisamente el samaritano, regresó a Jesús para agradecerle y alabarlo. Uno mal visto por los judíos; uno oficialmente excluido, no elegido según la ley.
Se postró a los pies de Jesús: acción y disposición que significa que para él, Jesús es el nuevo templo, el mediador entre Dios y los humanos, el intérprete de la ley, la presencia de Dios en la humanidad. El centro ya no es la ley (de ir a los sacerdotes), sino el Mesías Jesús, a través del cual se irradia la acción de Dios.
La gratitud se expresa con un gesto elocuente: postración profunda (sentimiento, respeto, abandono, adoración, entrega). Es toda una profesión de fe. Reconoce la grandeza de Dios y le consagra totalmente la vida. La verdadera fe lleva a adorar: Jesús es el Señor.
En uno solo se cumplió la totalidad del milagro. Las relaciones con Jesús no culminan con la satisfacción de lo humano material. Jesús no sana sólo de las heridas corporales y nos ayuda a resolver nuestros asuntos materiales. Nos salva como personas totales, también nos da la salud espiritual. Y a eso regresó el samaritano: a ser resucitado en la oferta de vida que le da Jesús. A él Jesús le dice: “levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Quiere decir que ha alcanzado la sanación interior y una relación espiritual más profunda.
El que agradece es porque experimenta una salvación que va más allá de la curación física: un cambio de orientación interior, que le hace sentir la plenitud de vida para la cual cada uno ha sido creado. Se crea una nueva relación de amistad, de intimidad con el Señor. Es vestirse de fiesta para entrar en el banquete del Reino. Es como volver a nacer: “¡Levántate, vete!”; ese es el fruto de la fe: “Tu fe te ha salvado”.
La fe es la respuesta confiada del hombre ante la gracia de Dios, que siempre nos precede.
Todos fueron curados de la lepra, pero sólo uno ha sido salvado porque reconoció a Jesús como su Salvador. Solo uno tuvo bastante fe para reconocer la bondad de Dios actuante en Jesús.
Todos, gracias a la fe: samaritanos, pecadores, extranjeros, paganos, alejados tenemos acceso a Jesús para recibir la misericordia y la compasión divinas. La invitación de Jesús a la salvación no se limita a una nación o una raza, a una élite o a un grupo especial. No hay grupos privilegiados. Nadie está excluido del amor del Padre.
La primera lectura nos describe bien el cambio que se opera en quien se encuentra con Cristo.
Se tiene que notar el “antes” y el “después” de la conversión a Cristo. “Antes también nosotros, con nuestra insensatez y obstinación, andábamos por el camino equivocado; éramos esclavos de deseos y placeres de todo tipo, nos pasábamos la vida haciendo el mal y comidos de envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros” Pero, ahora que creemos en Cristo Jesús debemos cambiar nuestra imagen en medio de la sociedad: “que se sometan a los gobernantes y a las autoridades; que obedezcan, estén dispuestos a hacer el bien, no hablen mal de nadie ni busquen riñas; que sean condescendientes y amables con todo el mundo”.
La presencia del cristiano en medio de la sociedad, como testimonio creíble, tiene que comenzar por ser intachables ciudadanos de este mundo.
La razón: es que ha venido Jesús. Ha aparecido la bondad de Dios nuestro salvador y su amor al hombre. El sacramento de la iniciación cristiana -baño del nuevo nacimiento y donación del Espíritu- es la razón profunda de nuestro cambio de estilo. Pero, detrás del cambio moral está la gracia, la salvación, la bondad, el amor de Dios. No tanto unas normas impuestas bajo pena de castigo. Nuestra vida se transforma cuando aparece en nuestra vida la misericordia de Dios a través de Cristo. Y nos convertimos en agentes necesarios para conseguir que el reino de Dios se extienda sobre la tierra.
El agradecimiento:
“¿Sólo un extranjero ha vuelto para dar gracias a Dios? ¿Los otros nueve dónde están?” Jesús se dirige a sus paisanos en tono de desconcierto y reclamo. El pueblo elegido es, a veces, el que menos sabe agradecer los favores a Dios, mientras que hay extranjeros que tienen un corazón más abierto a la fe. Nos damos cuenta, que el Señor con frecuencia resalta la fe de los paganos sobre los judíos. El Señor nos carea con personas que nos parecen alejadas y que nos dan lecciones, mientras que nosotros, tal vez por la familiaridad y la rutina de los oficios litúrgicos, no sabemos asombrarnos, maravillarnos y alegrarnos de la acción continua de Dios en nuestro favor.
A veces, personas alejadas del Señor, pero de buena voluntad, son mucho más agradecidos cuando se encuentran con Dios. Un gran pecador, un alejado es más sensible al perdón de Dios y al gozo del perdón (“Yo tengo un gozo en el alma”, cantan a todo pulmón los que hacen los retiros de Emaús).
Hay un gran peligro para los que se habitúan a Dios y someten la relación con Él a la lógica de los derechos adquiridos. Tal vez nosotros, sacerdotes, nos sentimos con derechos y privilegios por estar bautizados, por estar ordenados, por haber desempeñado algún cargo en la Iglesia. Creemos que nos merecemos siempre lo que recibimos, que siempre nos deben servir, que estamos en nuestro derecho y esto nos impide dar gracias.
Los nueve leprosos, judíos, seguramente eran cumplidores de la ley, pero poco delicados para agradecer a Dios. Nosotros, tan pegados a cumplir normas de liturgia, a ser funcionarios, podemos estar distanciados afectivamente de nuestra relación agradecida con Dios. Seguimos de largo, como los leprosos y nos quedamos sin dar gloria a Dios.
Quizás nos hemos acostumbrado a pedir y pedir (nos encanta estar pidiendo, deseando, exigiendo) y a no reconocer la bondad de Dios que permanentemente nos enriquece; a pasar indiferentes, sin sorprendernos ni agradecer. Nos podemos acostumbrar a todo lo que nos rodea como si fuera un derecho o una obligación.
Si somos autosuficientes no alcanzaremos a apreciar la belleza del don que continuamente recibimos.
Nuestro corazón no está en fiesta porque hemos cerrado los ojos a los detalles bellos, permanentes de la vida. Incapaces de cantar y de alabar, como María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”.
Agradecer es creer, consagrarnos, cantar, alabar, contemplar la gloria de Dios en la historia humana. El agradecimiento tiene que formar parte de nuestra vida. “Es de bien nacidos, ser agradecidos” (dicho popular) Y es un distintivo del discípulo de Jesús, que da gracias por la salvación recibida.
Es cuando tiene sentido recitar el gloria, cantar el santo, orar con el prefacio, entonar los salmos de alegría y acción de gracias. La invitación y la condición es a “levantar el corazón”.
¿Por cuántas cosas debo “volverme”, como el samaritano, y dar gracias a Dios? ¿En dónde he sentido la acción de Jesús que me ha dicho ¡levántate!?
Regresar no es un simple movimiento físico, un cambio de dirección, sino más bien un verdadero y profundo vuelco interior (toda una conversión como la del hijo pródigo).
Volver a Jesús para regocijarnos en su amor misericordioso. Aprender del itinerario de fe del samaritano que lo coloca a los pies de Jesús. Y comienza una nueva dinámica de vida en su seguimiento. (Sin esto no se dará ninguna renovación de nuestra vida sacerdotal).
La fe que salva, nos pone en un renovado encuentro con Jesús.
Una espiritualidad de gratitud implica reconocer que lo que hace Jesús por nosotros no es un derecho que tenemos, sino una gracia que se nos ofrece. Mientras más reconozcamos a Jesús como Salvador, que irradia misericordia, más se acrecienta nuestra fe y nuestra alegría.
Tener un vivir agradecido y gratuito. El mero hecho de ser sacerdotes debería sumirnos en una eterna acción de gracias. El creyente debe ser un permanente “dador de gracias” porque se reconoce elegido, bendecido. Lo contrario a la gratitud es la “queja”, el “reclamo”, la “protesta”, la “insatisfacción permanente”, y por lo tanto la tristeza, el aburrimiento y el mal genio.
Dios es novedad, dejémonos sorprender y maravillar. Dios es novedoso porque siempre ama.
Que no se nos acaben los motivos de exultar y hacer de nuestra vida una fiesta, la fiesta del reino, la fiesta del perdón, la fiesta de la salvación. Vivamos agradecidos y seamos un regalo de Dios para los demás.
Amén.
+ Fidel León Cadavid Marín
Obispo Sonsón-Rionegro
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