MISA CRISMAL
Rionegro, abril 10 de 2014
Es muy solemne esta celebración de la Misa Crismal. Es la principal manifestación de la Iglesia Diocesana de Sonsón-Rionegro.
En ninguna otra celebración hay una representación tan completa de toda la Diócesis. Delegaciones de todas las parroquias, con sus consejos, grupos, comunidades y movimientos; presencia de los seminaristas, de las diferentes comunidades religiosas masculinas y femeninas, un número muy grande del presbiterio y el Obispo diocesano.
El Concilio nos invita a tener un gran aprecio por una celebración litúrgica como esta, de la Diócesis “en torno al Obispo, en la Iglesia Catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros” (S.C. 41).
Para bendecir los Óleos y consagrar el Santo Crisma:
En esta ocasión, y de ahí deriva el nombre de Misa Crismal, nos reunimos para bendecir los óleos (óleo santo, óleo de enfermos) y el Santo Crisma, que se utilizarán para los sacramentos del bautismo, la confirmación, la unción de los enfermos y el orden sagrado; y para la dedicación de los templos y la consagración de altares.
Los óleos, son realidades materiales, convertidos en instrumentos del encuentro del hombre con Dios, en instrumentos de la salvación de Cristo a través de los sacramentos.
Estos óleos bendecidos hoy serán llevados a cada una de las parroquias, para que sean en ellas medios de construcción y santificación de la comunidad, a través de los sacramentos, signos eficaces de la gracia divina, que deriva del Misterio Pascual de Cristo.
“El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido”
En esta Misa Crismal hacemos memoria solemne de Cristo, el Mesías, el Ungido.
Los reyes y sacerdotes eran ungidos con óleo, como signo de dignidad y responsabilidad; y para significar la fuerza que viene de Dios. Jesús es el que Dios ha ungido rey y sacerdote, por nosotros y para nosotros.
Dios ha ungido a Jesús con el óleo, que representa al Espíritu Santo. Jesús es el hombre colmado totalmente del Espíritu Santo.
El “lleno del Espíritu” nos entrega el mismo Espíritu que lo ungió a Él, para que como Él y con su misma unción, seamos, como Iglesia, instrumento de evangelización de los hombres.
“Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de nuestro Dios”. Todos somos “ungidos y consagrados” con la fuerza del Espíritu, hemos sido configurados con Cristo; hemos sido incorporados al pueblo de Dios, un pueblo de reyes, un pueblo de sacerdotes y profetas.
Todos nosotros, todos, participamos de esta dignidad de ser “sacerdocio santo”. Es el sacerdocio común de todos los bautizados. Eso nos compromete a dar culto agradable a Dios, mediante la participación en la Eucaristía y en los sacramentos y a testimoniar una vida santa en la abnegación y en la caridad. Toda esta Iglesia diocesana es una “estirpe elegida” para ser signo del amor de Dios y misionera de la buena noticia de libertad y plenitud de vida que anunció y nos ganó Jesús.
En la consagración del Crisma y la bendición de los óleos, estamos celebrando la unción del Espíritu sobre cada uno de nosotros, sobre todo el pueblo de Dios.
Pero entre todo su pueblo consagrado, “Cristo ha elegido, con amor de hermano, a hombres de este pueblo, para que por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión” (prefacio). Este es el sacerdocio ministerial, llamado a compartir la misma misión de Cristo cabeza y Pastor de la Iglesia.
Renovación de las promesas sacerdotales
“El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha ungido…” palabras aplicables a todo el pueblo de Dios, en este día queremos aplicarlas de manera particular a nosotros los ministros ordenados, llamados a participar por el Señor, de manera especial en su único sacerdocio, de su “unción”.
Los ministros ordenados somos en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor, dispensadores de los misterios de Dios, proclamamos con autoridad su Palabra; renovamos sus gestos de perdón y sanación; ejercemos, con entrega generosa, el cuidado amoroso del rebaño, lo congregamos en la unidad y lo conducimos al Padre en el Espíritu.
Hoy, es un día muy significativo para nuestro ser sacerdotal. Se nos invita a hacer memoria y a renovar ese don recibido el día de nuestra ordenación. Es necesario que renovemos continuamente y profundicemos cada vez nuestra conciencia de ser ministros de Jesucristo. Es un don realmente extraordinario, que debemos reconocer y agradecer con entusiasmo.
Hagamos de ese momento, más adelante, un momento muy solemne y comprometedor. Renovemos nuestro “SI” a la unción que hemos recibido como don y a las exigencias que ese ministerio sublime comporta. Que sea un momento sobrecogedor para tomar nuestro sacerdocio, sentirlo, vivirlo, gustarlo, recuperarlo, besarlo, llorarlo… Que sea emocionante recordar el día de nuestra ordenación, que haya sentimientos bonitos… Que no dejemos de sorprendernos por este regalo tan grande.
Y vamos a tener como testigos de nuestra renovación de las promesas sacerdotales a toda nuestra gente, al pueblo santo de Dios, a los que esperan mucho de nosotros, a los que oran por nosotros.
“Y me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados”, “Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; para dar la libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor”.
El ungido es enviado. Bautizados, confirmados, ordenados… Por Jesús y la unción que de Él hemos recibido, estamos también destinados a curar, a sanar, a componer como Él lo hizo. Todos tenemos la misma misión: ir al hombre a anunciarle y hacerles visibles la salvación de Jesús. Ir al hombre en esas situaciones que muestran con realismo su parte más dolorosa y su raíz más profunda: el pecado y el egoísmo humano.
La Palabra que se encarna en nosotros por la unción, también tiene fuerza expansiva que nos abre a la misión, nos hace salir de nosotros mismos para comunicarla a los demás. Esa unción es para los pobres, los cautivos, los oprimidos, los enfermos; los tristes y solos. Es una unción para consolar.
“!El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y esperanza¡ Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar a los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana” (Francisco, Mensaje de Cuaresma 2014).
Llamados a la santidad
Al renovar nuestros compromisos sacerdotales y desear mantenernos en el anuncio gozoso del Evangelio, pidamos al Señor que renueve en nosotros sacerdotes el espíritu de santidad con el que hemos sido ungidos, penetrados, para que esa unción se “derrame” y llegue a todos.
Esa santidad de nuestra vida está en relación con lo que constituye nuestra identidad: “prolongar la presencia de Jesucristo”, que se ha encarnado en nosotros por la unción y nos ha sellado dándonos identidad. “Es Cristo que vive en mí” y determina nuestra coherencia de vida.
Si bien es Cristo el que santifica, Dios quiere mostrar sus maravillas a través de quienes, dóciles al impulso e inspiración del Espíritu, se unen a Cristo y llevan una vida de santidad (Cf. PDV 25).
Por eso nuestro ministerio no es una mera función o profesión eclesiástica. Porque implica existencialmente toda mi vida, compromete toda mi persona consciente, libre y responsable. No consiste ni siquiera en “hacer las cosas bien”, sino hacerlas conscientes de lo que soy: un consagrado, un configurado con Cristo. Es decir, que en lo que hago, debo transparentar al Señor.
¿Qué están esperando nuestros fieles de nosotros? Que les mostremos a Jesús. Quieren vernos entusiastas con nuestra vocación y ministerio, quieren vernos entregados a ellos de lleno. Esperan al encontrarse con nosotros, a través de nuestros gestos y palabras, el amor fiel y misericordioso de Dios.
Ellos esperan que los acojamos con cariño, que seamos expertos en la escucha, que carguemos sobre nuestros hombros sus preocupaciones, que llevemos gravados sus nombres en nuestros corazones, que nos impliquemos en sus problemas; esperan que tengamos una buena capacidad de amistad gratuita y sincera; esperan nuestra entera disponibilidad.
Un buen pastor siempre está sintonizado con su gente. Es capaz de cargar con las diferentes situaciones que ellos viven. Acogen las “cuitas” de sus fieles y con responsabilidad y esperanza las depositan cada día ante el Señor en su oración. Es que la gente nos comunica sus preocupaciones: “Ore Monseñor…”, “Ore padrecito…”: por mi esposo que… Por un hijo que… por una hija rebelde… por uno que está enfermo… por otro que se fue y no sabemos de él… Somos depositarios de lo que Jesús ha venido a “cargar” por todos… Somos mediadores entre Dios y los hombres. Estamos en relación con Dios y con su pueblo. Somos “puente” entre la orilla de la divinidad y la orilla de la humanidad.
Pero hay que “salir” para ser realmente mediadores. El sacerdote que sale poco de sí, que se “guarda la unción”, “que unge poco, se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón sacerdotal” (Papa Francisco). Si escondemos lo esencial de nuestro ser sacerdotal, “se pone amargo nuestro corazón”.
No perdamos la oportunidad de ser felices, no nos desliguemos ni de Dios, ni de nuestra gente. Mientras más “salgamos” y estemos en contacto con ellos, vamos a sentir más compromiso, más dicha, más sentido… A mayor entrega, seremos cada vez más alegres, más seguros, más identificados con lo que somos, más sacerdotes.
Podríamos parodiar eso de que “La fe se fortalece dándola”, diciendo, “la unción del sacerdote se fortalece dándola”. No la escondamos, no la guardemos, no la retengamos. Se amarga el corazón y tenemos el riesgo de perder el gusto por el don maravilloso que hemos recibido en nuestra ordenación. Es cuando nuestro ministerio deja de ser una dicha para convertirse en una carga.
Eso es lo que el Papa llama la “mundanidad espiritual”. Estar preocupados y atraídos por otras cosas, “conformándonos a este mundo”. Aparentar ser cristiano, ser sacerdote, pero sin profundidad en el compromiso de creyentes y en el ministerio. Es vivir como disipados, desparramados. Eso que nos lleva a vivir una doble vida.
En la medida que demos el Evangelio, que demos amor y a nosotros mismos, activamos la gracia en nosotros y en los demás. Hay que poner en acción lo que hemos recibido gratis, el poder redentor de Cristo a quien representamos. Hay que salir a las periferias “donde hay sufrimiento, sangre, ceguera deseosa de ver… donde hay vida, lucha, ilusión”, “Cuando se piensa en trabajar por el bien de las almas, se supera la tentación de la mundanidad espiritual, no se buscan otras cosas, sino sólo Dios y su Reino” (Papa Francisco).
Dejémonos ayudar de nuestros fieles. Ellos nos miran como “ungidos del Señor”, quieren oler a Dios en nosotros; buscan al Señor en nuestras personas y en nuestro ministerio. No podemos defraudarlos, no dejemos de ser fuente de gracia en nombre de Señor para ellos. “Rece por mí, padre”, “pida por una necesidad que tengo”, “bendígame, padre”. Son expresiones que solicitan lo que tenemos como administradores de los misterios de Dios.
Me parece muy lindo, que tantos papás y mamás, se acercan con sus niños de brazos o cogidos de la mano, para a pedir la bendición para sus hijitos. Y me impresiona, que no piden nada para sí mismos, sino que piensan en la protección de Dios para sus hijos. Me parece una actitud muy sacerdotal: pedir para los demás, desear el bien para los otros. Ojalá tuviéramos un corazón generoso, sacerdotal, que implora la bendición de Dios para los que Dios mismo ha puesto a nuestro cuidado.
Siempre he sostenido que todas nuestras comunidades parroquiales son preciosas; tenemos una gran riqueza en nuestra gente buena, creyente en el Señor. Permitamos que nuestra gente nos ayude a ser sacerdotes, que nos obliguen a sacar para ellos nuestro tesoro interior; que nos descubran el don que hemos recibido y que nosotros a veces opacamos. La fuerza de la unción del Espíritu pasa por nosotros: ofrezcámosla a través de la celebración ungida de la Eucaristía y los sacramentos y a través de palabras y acciones, cercanas y llenas de bondad.
Les digo a ustedes queridos sacerdotes: la mejor carta de recomendación de un buen sacerdote es también una “comunidad ungida”, que muestra en su rostro alegre, en su participación, en su sentido de pertenencia, en su manera de celebrar, en su compromiso de caridad, que han sido bendecidas por la guía de un buen sacerdote. Comunidades que demuestran que han recibido el Espíritu Santo de la unidad y la alegría, que son receptoras y portadoras de la buena noticia del Evangelio.
A ustedes queridos fieles, les pido que quieran a sus sacerdotes, que oren por sus sacerdotes; que los acompañen, los apoyen, y hasta los regañen con cariño. Ayúdenlos a que vibren con el don sagrado que han recibido, a que sean felices en su ministerio.
A la Virgen María, que es Madre de la Iglesia, encomiendo esta Iglesia particular de Sonsón-Rionegro, a todos sus sacerdotes, religiosas y religiosas, a cada una de las comunidades parroquiales. Ella que recibió el don del Espíritu Santo y vivió fiel a él, interceda por nosotros bautizados, confirmados, ordenados para que vivamos con unción la gracia recibida del Señor.
Amén.
+ Fidel león Cadavid Marín
Obispo Sonsón-Rionegro